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El Mártir de Tepatitlán

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        Anacleto González Flores, presionado por el arzobispo Francisco Orozco y Jiménez a tomar la iniciativa en la guerra cristera, optó por el secuestro del norteamericano Edgar Wilkins, el 27 de marzo de 1927.  

El objetivo estratégico de Anacleto, era presionar a los norteamericanos mediante el asesinato de Edgar Wilkins  a unirse a los cristeros en una guerra dual contra el gobierno de Plutarco Elías Calles.

Algo parecido a lo que intentó Villa con su salvaje ataque a Columbus, cuando buscó una invasión norteamericana para cobrarse la afrenta con el gobierno de Carranza.

   Anacleto González, entusiasmado con su plan, ordenó al bandolero Mariano Calzada que dispusiera del modo que quisiera de la vida de Edgar Wilkins.

El norteamericano fue salvajemente asesinado por la gavilla de Mariano Calzada, aplicando una crueldad inaudita.

   Por correos interceptados por agentes del gobierno, se descubrió el escondite de Anacleto y sus dos cómplices en una botica de Guadalajara.

Al llegar al lugar, fueron sorprendidos dentro de la  misma con máquinas de impresión y propaganda subversiva contra el gobierno.

Por los correos de Eleuterio Martínez, seudónimo utilizado por Anacleto, se descubrieron las órdenes que dio a Mariano Calzada de ejecutar a Wilkins cuando eran perseguidos por los federales.

   En el cuartel Colorado Grande de la ciudad de Guadalajara, el 1 de abril de 1927, cuatro prisioneros aguardaban su final a manos del general Jesús María Ferreira, jefe de las operaciones militares del Estado de Jalisco.

   —Cómo verás Anacleto González, o debo llamarte Eleuterio Martínez o José Camacho o Pepe Anguiano, los seudónimos por los que te atrapé, ya te cargó la chingada a ti y a tus compañeros. Te juro que antes de irte al hoyo me habrán dicho donde se esconde   el arzobispo Orozco y Jiménez y sus cómplices  —dijo Ferreira, caminado en círculo alrededor de los cuatro prisioneros—. Los hermanos Ramón y Jorge Vargas González temblaban como unos condenados.

El otro prisionero, Luis Padilla, miraba con ojos desafiantes al general, que era famoso por la dureza misma de su metálico apellido.

   —Pierde su tiempo, general. Yo no sé nada. Mi trabajo es servir a Dios y nada más.

  Ferreira se acercó  a él, se agachó y le escupió un gargajo verdoso con filamentos sanguinolentos, que se alojó en la pestañas del ojo izquierdo de Anacleto.

   —Tu trabajo en los últimos meses ha sido  sabotear el gobierno como líder de la Unión Popular, la ACJM y tu pinche periodiquito Gladium. Te has dedicado a presionar a los comerciantes  masones y al periódico El Occidental hasta hacerlo tronar con tus malditos boicots económicos, que sólo desestabilizan al Estado.

Eres un hijo de la chingada subversivo que en complicidad con el arzobispo Orozco y Jiménez y otros curas, has levantado un ejército de guerrillas contra el gobierno del Presidente Calles, y ese si es señor, no al cabrón que te encomiendas, que te juro no te salvará de que te arranque los güevos.

Eres un pinche títere desechable del cobarde del arzobispo, que se esconde y jamás da la cara. Que se mueran los pendejos como Cleto, que yo soy importante y no quiero que se me levante ningún padrastro de mis dedos.

Esos cabrones sólo cuidan sus intereses económicos y los feligreses les valen madres. Jamás un cabrón de esos repartirá un metro cuadrado de tierra o regalará dinero para los pobres, sólo se esconden atrás de pendejos como tú, que con la mente adormilada y llena de mierda, pierden la razón y se entregan como corderos a causas perdidas, mientras estos cabrones con los vientres a punto de reventar de tanto tragar hacen sus joteces en sus templos con otros curas, feligresas y niños, que engañan con falsos paraísos y cielos que no existen. 

   Ferreira llamó a dos de sus hombres y les pidió que amarraran a Anacleto de los pulgares con dos delgadas y firmes cuerdas y que lo sostuvieran colgando en el aire para que delatara el escondite del arzobispo.

   —Si no eres pendejo, como se ve licenciado, dirás donde se esconde ese pinche perfumado del arzobispo. Daremos con él y te podrás ir unos días a la cárcel para tapar las apariencias con los gringos. Después dejaremos que te peles a los Estados Unidos y asunto concluido, san cabroncito.

   —Le repito que pierde su tiempo, general. No sé nada ni diré nada.

   Ferreira sonrió burlón y ordenó a sus hombres que jalaran las cuerdas para colgar al licenciado de la rama de un árbol.

Al quedar colgando en el aire, los cordones estirados al máximo, cedieron al propio peso del mártir,  amoratando en segundos los pulgares de Anacleto. Con el correr de los segundos, los cordones se hundieron lentamente en las carnes del mártir de Tepatitlán, arrancando un ahogado ah de dolor en su boca. Ferreira sonrió satisfecho y miró a los tres cómplices, horrorizados de contemplar el martirio de su maestro.

   —Esto les tocará a ustedes al doble, jijos de la chingada, si su jefe no habla. Yo mismo me encargaré de que los cuelguen de los güevos.

   Los ojos de Anacleto se congestionaron por el dolor. Su rostro ruborizado reflejaba el profundo sufrimiento que sentía.

   —Te estoy preguntando algo, cabrón. ¡Contesta!

   —Cristo de veras sufrió en la cruz. Este dolor es nada comparado con el del Señor en el Gólgota. Tendrás que martirizarme más para recompensarme con lo que Dios tiene reservado para mí —dijo Anacleto con mirada de poseso.

   El culatazo propinado por Ferreira hundió la nariz de Anacleto como si nunca hubiera estado antes ahí. Una cascada roja empezó a escurrir por sus fosas  nasales, manchando su blanca camisa.

   —¿Dónde se esconde el Chamula, cabrón?

   —No sé nada. Dios es grande y está conmigo.

   El siguiente culatazo destrozó los labios y dientes de Anacleto, haciéndolo perder el sentido por unos segundos. Los pulgares cedieron ante el peso del mártir, descoyuntándose, mientras el cuerpo sin dedos caía pesadamente al suelo. 

   Ferreira esperó pacientemente diez minutos a que se recuperara Anacleto. Una cubetada de agua fría lavó levemente el rostro ensangrentado del mártir, haciéndolo reaccionar de nuevo.

   —Por los senderos del Señor caminaré para que me ilumine su luz —dijo con voz entrecortada el mártir de Tepatitlán.

   Una brutal patada en  los testículos ahogó las palabras de Anacleto por varios segundos.

   —Que caminar por los senderos de Dios ni que mis güevos. Yo me encargaré de que no camines más sino me dices donde se esconde ese pinche güerito del cura.

   Los compañeros de Anacleto sollozaban ante el dolor de su maestro. Evitaban mirar para que Ferreira se olvidara de ellos y no los torturara.

    —Cuando nos veamos en el cielo, general, yo intercederé ante el Señor para que lo perdone de todos sus pecados —dijo Anacleto, como recuperando fuerzas de la nada.

    —Ya parece que yo voy a necesitar en el paraíso o en el infierno la ayuda de un pendejo como tú. ¿Pero quién chingaos te crees como para pensar que Dios va a estar a tu lado para que le pidas algo por mí? Un pinche asesino, ladrón, facineroso y secuestrador como tú, jamás sería recibido por el Señor, y si así ocurriera, ese cabrón no sería dios, sino un puto impostor.

   —Recibo con gracia este plácido dolor que me envías,  Señor. Sé que este dolor es necesario para mirar la luz de tu rostro. ¡Viva Cristo Rey!

   Ferreira fuera de sí, ordenó que dos de sus hombres desprendieran las plantas de los pies y  las palmas de las manos de Anacleto con un cuchillo militar de mortal filo. Hasta este momento fue cuando el mártir gritó extrañamente, como si una extraña anestesia que lo protegía, hubiera dejado de surtir efecto por algunos segundos.

   —Ah, Señor… si este es el camino, ya pronto estaré contigo.

   Anacleto yacía en el suelo sangrando de cara, manos y pies. Su cuerpo era una imitación, con sus debidas proporciones del mártir de Monte Calvario. El general Ferreira lo miraba con una extraña mezcla entre odio y admiración.

     «¿De qué está hecho este cabrón que aguanta todo?», pensó el general, mientras se llevaba la mano derecha a su barbilla con gesto de admiración.

   —A ver si ahora que veas los cadáveres de tus primos no cambias de opinión, martircito de quinta. Pelotón, ¡Fusílenme a estos cabrones!

   Los hermanos Jorge y Ramón Vargas González y Luis Padilla Gómez fueron puestos en el paredón a empellones.

   —Que conste que a ustedes pendejos de mierda ni siquiera los despeine. La tortura y la chinga solo fue para este licenciado que se cree padre. A ver si ahora que los atraviese el plomo canta lo que el pendejo ha guardado en secreto por estúpido.

   Los compañeros de Anacleto al ser puestos en el paredón lloraron con resignación su suerte.

   —Sean valientes que Dios ahora baja por ustedes —dijo Anacleto, con voz entrecortada escupiendo el último diente que le quedaba del brutal culatazo propinado minutos atrás.

   La descarga ensordeció momentáneamente el canto de los pájaros, indiferentes a esta tragedia humana, al grado de bajar uno de ellos junto a los cuerpos ensangrentados para recoger con su fino pico una pajita para su nido.

   —Ahora te toca a ti martircito. En unos segundos sabrás que el tal Señor no existe y que fuiste un pendejo toda tu miserable vida, adorando una mentira.

   Anacleto, acostado entre sollozos sobre la fría loza del patio, utilizó sus ensangrentadas manos para escribir: «Viva Cristo Rey. Muero por Cristo.»

   Una brutal patada en el rostro  lo puso de bruces con el semblante irreconocible.

   —Párenlo y prepárenlo para fusilarlo —ladró  Ferreira con furia.

   Como si extrañas fuerzas venidas del más allá energizaran al Mártir de Tepatitlán, éste se incorporó por su propio pie, haciendo retroceder asustado al pelotón que procedía a levantarlo. Anacleto era un rostro deforme empapado en sangre que luchaba por mantenerse en pie.

Ferreira dio la orden de disparar y el pelotón intimidado no se atrevió a hacerlo.

   —¡Disparen jijos de la chingada!

   Los soldados miraban horrorizados a Anacleto, como si vieran en él al mismo crucificado del Gólgota.

   —¡Bola de putos! Yo mismo los pasaré por las armas por insubordinación.

   Ferreira sacó su espada y sin contemplaciones atravesó el pecho de Anacleto hasta que la roja punta emergió por su espalda.

   Como si un extraño ente se metiera en su cuerpo, antes de caer al suelo con el corazón partido, Anacleto gritó con voz ultraterrena:

   —Yo muero, pero Dios ya está conmigo. ¡Viva Cristo Rey!

   Como una extraña coincidencia, un remolino de tierra inició su vertiginoso viaje junto al cuerpo del Mártir de Tepatitlán, ante el rostro exangüe del general Ferreira

Autor de las novelas de Ediciones B: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Lectorum.

Alejandro Basáñez Loyola
Por: Alejandro Bazañez Loyola

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