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Anecdotario Histórico: ‘La muerte del Emperador’

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Por: Alejandro Basáñez

Agustín de Iturbide vivió los siguientes tres días, y últimos de su vida en una espantosa zozobra. De la Garza lo odiaba, y en venganza intentó fusilarlo de inmediato, al día siguiente de su aprehensión, pero un documento que cargaba entre sus cosas lo hizo recapacitar. Iturbide en el pliego mencionaba la amenaza que se cernía sobre México por el plan de reconquista de la Santa Alianza en España. Iturbide regresaba como un soldado más para defender a su patria. Cuidadoso de la ley detuvo le ejecución y mandó el pliego y el caso al Congreso de Padilla. De la Garza repartía la culpa de asesinar a un hombre indefenso entre más personas con poder de decisión. 

Al día siguiente De la Garza llegó a Padilla acompañado de sesenta hombres. Por ningún motivo el odiado enemigo del Libertador se expondría a su fuga, apoyado por sus seguidores, que no se veían por ningún lado. 

   —Por favor Felipe, independientemente de la resolución del Congreso, que puede ser fatal para mí, te pido que mandes alguien al puerto y explique a mi esposa lo sucedido con mi persona. Ella no tiene la culpa de esto y ha de estar sufriendo sobremanera. 

   Los jinetes caminaban juntos por la vereda que conducía a Padilla. El sol de la mañana brillaba intenso sobre el grupo de jinetes. 

   —Descuida Agustín, que tu familia será respetada como es debido. En cuanto a ti te aseguro que este es el último día que estás vivo. Disfruta los minutos que te quedan, que ya no habrá más. 

   —¿Por qué ese odio hacia mi persona, Felipe? Eres un ingrato que no recuerdas que pude haberte fusilado el día que te llevaron preso a mi casa por insubordinación, y sin embargo me tenté el corazón y te perdoné la vida. 

   —¿Acaso ibas a matar a un hombre que gritó a los cuatro vientos la farsa que eres? Tú eres un asesino Agustín. A mí no me vendas el cuento de que eres el Libertador de México, cuando combatiste y asesinaste cobardemente a muchos insurgentes. Luchaste contra Hidalgo. Perseguiste a Morelos como a una fiera herida en el monte hasta matarlo. Fusilaste en un morboso espectáculo a una mujer. Hasta asesino de mujeres eres, desgraciado. Tomasa Estévez a lo mucho merecía ir a la cárcel, no que la decapitaras y exhibieras morbosamente su cabeza en Salamanca. Te aprovechaste de Guerrero para negociar lo que ya se veía venir solo: la independencia de México; y no conforme con eso luego moviste tus fichas de político para coronarte emperador, para luego desconocer al mismo Congreso que te nombró. Como ves, ya llegamos a Padilla y créeme que lo que más deseo es que termines en el paredón. 

 Iturbide se quedó helado y sin palabras por la flamígera acusación de Felipe. Fue llevado a una cárcel del Congreso, donde esperaría la resolución final en un par de horas. Sus ojos dejaron escapar dos lágrimas que se habían negado a salir desde horas atrás. El Dragón de Hierro presentía su inminente final. Se le permitió papel y tinta para que manifestara sus últimos deseos y pensamientos. “Mi muerte es ya inevitable, y sería en vano ya manifestar las sanas intenciones que me condujeron a prestar mis pequeños servicios. Nunca he sido traidor. Con asombro he sabido que vuestra soberanía me ha proscrito y declarado fuera de la ley circulando el decreto para los efectos consiguientes. Tal resolución me hace recorrer cuidadosamente mi conducta. No encuentro, señores, cuál o cuáles son los crímenes por los que el soberano Congreso me ha condenado.” 

   No se le permitió presentarse a encarar al Congreso ni que un abogado lo defendiera. Su suerte fue decidida de manera unilateral, a puerta cerrada, entre puros enemigos del libertador. A las tres de la tarde del 19 de julio de 1824, Felipe de la Garza abandonó al salón de sesiones con el permiso para fusilar al ex emperador. Su cara denotaba una felicidad plena. Su odiado enemigo sería pasado por las armas a un grito suyo.  Cuando se presentó un cura en la celda de Iturbide, el Adalid de Iguala supo que el final había llegado.  Iturbide fue conducido a la plaza del edificio de gobierno para su ejecución. 

   Minutos después, frente al pelotón de fusilamiento, Agustín de Iturbide escucha FUEGO y recibe plena la mortal descarga. En ese último segundo se lleva instintivamente las manos al pecho, como si con ellas pudiera frenar los mortales dardos de plomo que  emergen de los cañones. 

Agustín de Iturbide vio correr en su cerebro su vida completa en microsegundos. En su mente apareció nítidamente la imagen de su padre regañándolo en su hacienda por no poner atención a sus tareas; meciendo a su hermana Nicolasa, carcajeándose feliz en un columpio en el árbol de la hacienda; su primer día en la escuela; el candente beso que le dio a su primera novia a un costado de la iglesia de Valladolid; la golpiza que le puso a un alumno cuando se burló de su hermana; su ingreso al honorable ejercito del virrey; la furia que le causó la destrucción de su hacienda por las hordas de Hidalgo; su boda y el nacimiento de su primer hijo; a su madre morir cuando él andaba en campaña; sus ardientes amores con la Güera Rodríguez y los celos justificados de su esposa Ana María; los 140 hombres de Albino García con rostros cadavéricos, a quienes fusiló sin contemplación alguna junto con él, a quien mandó descuartizar como animal en el rastro; la cabeza de Tomasa Estévez sobre una pica con gusanos emergiendo de sus cuencas; el glorioso abrazo de Acatempan, cuando se convirtió en el Águila Trigarante; su pomposa coronación y huida de México, y el vientre embarazado de su mujer al cruzar el océano para regresar a México, solo para recibir con el rostro empapado en lágrimas el cuerpo inerte de su marido con varios impactos de bala.

El cuerpo fue enterrado en la iglesia parroquial de Padilla, que no tenía techo y estaba abandonada. Catorce años después, en 1838, el entonces presidente Anastasio Bustamante mandó trasladar sus restos al altar de San Felipe de Jesús en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, donde hasta ahora permanecen. La urna transparente donde se encuentran sus restos muestra un epitafio que dice así: “Agustín de Iturbide, autor de la Independencia mexicana, compatriota, llóralo; pasajero, admíralo. Este monumento guarda las cenizas de un héroe”.

   Hoy en día,  el sitio del fusilamiento en Padilla, está bajo las aguas de la presa Vicente Guerrero, y en época de sequía la fantasmal construcción emerge entre las aguas para recordarnos lo  vivido ahí hace 196 años.

Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca”; “Santa Anna y el México Perdido”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Juárez ante la Iglesia y el Imperio” y “Kuntur el inca”.  

Facebook @alejandrobasanezloyola

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