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Houston vence a Santa Anna y se pierde Texas

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Santa Anna, a sugerencia de su cuñado De Cos, de que sus hombres ya no podían ni con su alma, da la tarde libre para el descanso del ejército en San Jacinto.

   —Vigilen a los vecinos. Es muy poco probable que ataquen ahora. El ejército necesita dormir y si no lo hace ahorita lo tendrán que hacer por la noche y no quiero sorpresas. Sam Houston necesitaría estar chiflado para intentar algo contra nosotros a plena luz del día.

   —Aquí nos quedamos vigilando por si las moscas, general —dice Genaro, sentándose con otro compañero en un tronco junto a la tienda de Santa Anna.

   La hermosa morena Emily Morgan abre traviesamente la cortina  de la tienda de campaña, mostrando indiferente  su hermoso cuerpo desnudo de amazona de los manglares. Santa Anna se queda boquiabierto, al igual que Genaro y Eustaquio, a quien literalmente se le cae el cigarro de la boca.

   —¿Qué tanto espera, general? —dice Emily sonriendo a su seductor. Santa Anna, sorprendido por la travesura,  la tapa con su cuerpo y cierra apresuradamente la cortina de la tienda.

   —¡Pero que hembra tan hermosa se va a tirar el general! —le dice Eustaquio a Genaro.

   —Es una cabrona que sabe lo que tiene. Por eso abrió la cortina para que la viéramos. Sabe que es como mostrar pan al hambriento.

   Dentro de la tienda Santa Anna intenta bajarse el pantalón para poseer a la potranca del manglar. Emily le dice con voz seductora:

   —No hay prisa mi general. De eso me encargo yo.

Esa chiquilla de San Jacinto le ha hecho olvidar las penumbras y pesares sufridos desde su salida de Veracruz.  Justo antes de terminar con el general, lo deja a medias, para que como un toro herido el general presidente  la embista con su ariete hasta hacerla desmayar de placer. Se escuchan trastes, lámparas, botellas y cosas rodar por el suelo. Los alaridos de placer de Emily Morgan parecen llegar hasta el otro lado del campamento como señal de ataque a Sam Houston. Eustaquio y Genaro ríen de escuchar los gritos de placer de la amazona de los pantanos.

   —¡Acábame, Antonio! ¡Acábame, señor presidente! Párteme en dos  con tu pene, si es preciso, pero no pares, señor coronel. No pares, señor general… ah… ah… no pares, señor almirante… así, así, mi semental del Oeste, así… así… ah

   —Esa pinche vieja va a acabar  con nuestro general, Genaro.

   Genaro ríe, con el cigarro en la boca.

   —Se me hace que le vas a tener que ayudar, Eustaquio. A esa ramera no se la acaba ni toda la tropa formada como para recibir el desayuno.

   De pronto se escucha un obús y disparos de fusil. La mayoría de los soldados está tomando la siesta. Se escuchan gritos y relinchos de caballo.  Un clarín se confunde entre el escándalo del ataque sorpresa. Sam Houston los ha madrugado a la cuatro de la tarde. El general Manuel Fernández Castrillón, sale de su tienda profiriendo gritos y órdenes ininteligibles, sólo para recibir la descarga en el pecho a quemarropa de una pistola de un tejano con trenzas.

   «Remember the Alamo» es el grito de guerra que aúllan esos desalmados al masacrar a los pobres mexicanos a medio sueño.

   Algunos mexicanos corren en fuga hacia el río San Jacinto, sólo para ser masacrados en el agua escarlata, como si ahí mismo se hubiera destazado a una ballena. No hay para adónde hacerse. Los que logran disparar sus rifles de pedernal y pólvora son atravesados con las bayonetas texanas al intentar recargar de nuevo. Los que han huido al agua inutilizan sus fusiles al mojar la pólvora y son ensartados como cetáceos encallados en la arena.

   Teodoro Escobar, texano mexicano, se ensaña matando a sus compatriotas. Su bayoneta ha dado cuenta de veintitrés enemigos. En su cabeza sólo cabe la venganza. Lo que le hicieron a sus compañeros del Álamo, incluido su suegro el teniente Curtis,  no tiene nombre.

   Emily Morgan montaba la hombría de  Santa Anna con un galope acelerado, como el que necesitaría en unos minutos para salvar la vida.

   —¡Disparos! ¡Madre de Dios, nos han madrugado! —grita Santa Anna aterrado.

   Santa Anna  avienta a la fogosa Emily a un lado. Con el miembro aun entumido busca desesperado su ropa interior. Dos disparos desgarran la tienda. Santa Anna voltea despavorido. Genaro, sin importarle más la intimidad de los tórtolos, irrumpe en el nido de amor para advertir a un Santa Anna que gritaba desesperado dónde estaban sus pinches botas.

   —Tenemos que huir, mi general. Houston está haciendo mierda el campamento. Agarró a todos los hombres de De Cos dormidos y los están matando como corderitos amarrados de una pata.

   Santa Anna abandona la tienda medio vestido. Termina de ponerse una bota afuera de la tienda.  Intenta ponerse su chaqueta militar con las medallas y la bandera.

   —No, mi general. ¡No chingue! Ponerse eso encima es como correr con un letrero en la cabeza que diga: “Aquí va el presidente de México”. Pelémonos como si fuéramos unos pinches arrieros cualquieras. ¡Vámonos!

   Teodoro Escobar como si fuera un cazador profesional, otea  la presencia de su hermano, al huir a caballo con el presidente de los mexicanos. En veloz persecución los alcanza en el robledal para amenazarlos.

   —Si das un paso más te mato, Genaro —grita su hermano Teodoro con la Baker apuntándolo.

   —Defiendo a mi presidente, Teodoro. Jálale si eso te hace héroe. Mata a tu hermano y a Santa Anna y hazte héroe de los pinches yanquis de Houston. ¡Anda! ¡Jálale cabrón, no seas puto!

   Teodoro duda. Matar a su hermano es algo que lo atormentaría toda su vida.  Baja el fusil Baker y les dice resignado:

   —¡Huyan! Yo nunca los vi.

   Genaro y Santa Anna sonríen agradecidamente y huyen entre la espesura del bosque de robles. Le debían una al valiente soldado texicano Teodoro Escobar.

   En tan sólo 20 minutos de aquella tarde del 21 de abril de 1836, el ejército mexicano es liquidado. «Remember the Alamo» se convertiría en el primer paso para un despojo planeado de la mitad del territorio mexicano, por los presidentes Jackson y Polk.

   El saldo final de la batalla de San Jacinto fue: 2 texanos muertos y 25 heridos; contra 630 mexicanos muertos y 650 prisioneros, entre ellos los generales Martín Perfecto de Cos y el hijo de Morelos, Juan Nepomuceno Almonte.

   Los sobrevivientes mexicanos,  a diferencia de lo que Santa Anna ordenó en  Espíritu Santo y Goliad,  no son fusilados, son encerrados como ganado en un enorme corral, esperando recobrar su libertad ante la misericordia del victorioso general Samuel Houston.

Alejandro Basáñez Loyola

“Santa Anna y el México Perdido” de Ediciones B

Alejandro Basáñez Loyola

 

Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum.  

 

 Facebook @alejandrobasanezloyola          

 

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