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Anecdotario Histórico: ‘Francisco Pizarro, es asesinado’

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Por: Alejandro Basáñez Loyola

El domingo 26 de  junio de 1541, tres años después de la muerte del Tuerto Almagro, los de Chile tomaron la decisión más importante de su vida: asesinar al gobernador Francisco Pizarro.

Todo estaba planeado para asesinarlo al ir a misa. El marqués sería acuchillado al cruzar la plaza que conducía al templo. Pizarro fue prevenido de antemano y, aunque escéptico como siempre, esta vez prefirió mejor permanecer en su casa. Lo único que no cambió fue un almuerzo dominical que solía compartir con sus allegados. 

La casa de Picharro era un majestuoso recinto de dos niveles con dos patios centrales, ubicado justo enfrente de la catedral. Contaba con suficientes cuartos para dar cómodo hospedaje a la servidumbre, los guardias, el secretario de Picharro, sus criados, los mayordomos, sus hijos y su concubina indígena. 

      Picharro desde 1539 vivía con Angelina Yupanqui, la viuda principal de Atahualpa. Aunque Pizarro nunca lo aceptó abiertamente, su primera mujer, Inés Huaylas Yupanqui (Quispe Sisa), vivía con un paje suyo llamado Francisco de Ampuero, y hasta un hijo tenían, Martín Ampuero Yupanqui. Increíble, aunque no lo parezca, el celoso conquistador del Tahuantinsuyo permitió que la pareja se casara en 1538. Pizarro a sus sesenta años encontró de nuevo el amor con Angelina Yupanqui (Cuxirimay Ocllo, también hermana de Huascar y Atahualpa),  una hermosa mujer, con la que tuvo dos hijos, más los dos que también  le dio Inés Atahualpa (Francisca Pizarro Yupanqui, nacida en 1534 y Gonzalo Pizarro Yupanqui en 1535). Los Reyes (Lima) era un paraíso para Picharro, donde el amor se le daba bien y fácil al exitoso marqués.

   Los de Chile, al ver el notorio cambio de planes de Francisco Pizarro ese día, se dieron por descubiertos y temieron por sus vidas. Uno de ellos, Francisco de Herencia, se confesó con el cura de Pizarro el día anterior, y éste previno oportunamente al marqués.  Las venganzas de los Pizarro eran cosa de temerse. Francisco no era ni mejor ni peor que Gonzalo o Hernando, era un Pizarro y había de andarse con cuidado.

   Los de Chile no tenían otra opción más que huir de Lima o atacar a Picharro por sorpresa y cumplir el cometido. La primera opción era una solución temporal y tarde o temprano serían atrapados y asesinados por Picharro. La segunda era contundente y pondría a los almagristas como líderes del momento, y quizá, uno nunca sabe, con un nuevo virrey que  los cobijara.

   Decididos y envalentonados por la energética arenga de su líder Juan de Herrada, los veinte hombres salieron fuertemente armados de la casa del Mozo Almagro y sin ningún titubeo cruzaron la plaza gritando mueras al marqués y vivas al rey. La gente que se encontraba cerca,  al ver a los almagristas dirigirse a  la casa de Pizarro, quedó consternada al presentir lo que se avecinaba.

   Dentro del  segundo piso de la casona de Picharro, después de escuchar la sagrada misa, el marqués almorzaba con su hermanastro Francisco Martín de Alcántara y veinte allegados más. Todos platicaban amenamente alrededor del fastuoso comedor oval, cuando la agitada llegada de uno de los pajes los sorprendió con su mensaje:

   «¡A las armas! ¡A las armas! ¡Vienen todos los hombres de Chile a matar al señor marqués!».

   Todos se pusieron de pie alterados. Unos sin perder tiempo desenfundaron sus espadas, descendiendo por la escalera al patio interior; otros se quedaron paralizados, presas del terror sin saber qué hacer. El rumor que circuló la ciudad desde semanas atrás se hacía realidad: el día de la muerte de Pizarro había llegado.

 Por el patio exterior irrumpieron los de Chile, armados hasta los dientes, vociferando insultos intimidantes. Uno de los pajes de Pizarro los encontró de frente, siendo ensartado como mariposa por una de las espadas de los agresores. Al ver esto, uno de los invitados del marqués, subió aterrado de nuevo al segundo piso, buscando como un cobarde por donde escapar o esconderse. Los de Chile ganaron la escalera que ascendía al comedor, gritando a Pizarro que saliera el muy cobarde de su escondite. 

El fanfarrón teniente de gobernación, que minutos antes había jurado  a Picharro que él y sus hombres lucharían hasta la muerte contra cualquiera que lo ofendiera, al ver venir a los almagristas, corrió hacia una ventana, salió por ella y caminando sobre la balaustrada jaló hacia el jardín para desaparecer entre los árboles. Otros invitados tomaron el mismo camino, pero al saturarse la ventana, optaron por esconderse bajo las camas y atrás de los muebles que hubiera a la mano.

Francisco Pizarro, su hermano Francisco Martín, dos pajes incondicionales de Pizarro, más Gómez de Luna, el único osado invitado que se decidió rifársela con ellos, corrieron a un cuarto contiguo a tomar armas y pecheras para hacer frente a los veinte agresores. Mientras se preparaban para recibirlos Pizarro gritó a Francisco de Chávez, otro de los invitados, que cerrara la puerta del comedor para evitar que entraran los almagristas.

 Chávez, confiado en su probada labia, no cerró la puerta e intentó disuadir en las escaleras a los de Chile a que no regaran sangre española en la casa del gobernador. Cuatro espadas se hundieron en su pecho haciéndolo rodar por las escaleras. Los almagristas no estaban para diálogos: venían a matar al causante de su miseria.

Los almagristas, ya en  el comedor, gritaron que dónde se hallaba el tirano. Picharro ya no tuvo tiempo de sujetarse bien los amarres de la pechera y salió junto con sus cuatro defensores al encuentro del enemigo con una enorme espada en su diestra.

Los veinte agresores intentaban entrar al cuarto, pero la estrecha puerta solo permitía a dos o tres intentarlo. Los cinco pizarristas tiraban espadazos a diestra y siniestra, hiriendo gravemente a dos almagristas. Los heridos obstaculizaron momentáneamente la puerta al caer desangrándose en la misma. Como medida desesperada, al no poder entrar, los almagristas lanzaron a uno de sus compañeros por delante, mientras que los demás lo empujaban para así entra todos tras de él. El precio por entrar fue muy alto, ya que el propio Pizarro le partió el pecho con su espada, quedándose desarmado en el embiste. Esto fue aprovechado por los demás almagristas irrumpiendo todos en el recinto. Ahora si los almagristas aprovecharon su ventaja numérica, atacando al bando de los pizarristas por todos los ángulos y sin obstáculos de por medio.

Ahí fue donde cayó herido de muerte el hermano del marqués. Los otros dos compañeros de Pizarro siguieron la misma suerte, siendo múltiples veces atravesados por los aceros de los de Chile. Los cuatro habían perdido la vida por defender a su gobernador. El último en morir fue Francisco Pizarro, quien herido y acuchillado por todos lados, cayó de espalda, pidiendo misericordia. Sintiendo que la vida se le escapaba, gritó que lo dejaran confesarse, mientras con su sangre dibujaba una cruz en el suelo. Uno de los sicarios, Juan Rodríguez Barragán, con risa burlona tomó un pesado jarrón de barro repleto de agua y destrozándolo sobre la cabeza de Pizarro, le gritó: ¡Ya no se pudo, gran hijo de puta! ¡Confiésate en el infierno!

Ahí, sobre un grotesco charco de agua con sesos y sangre, dejó la vida el conquistador del Tahuantinsuyo, a los sesenta y tres años de edad.

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