Al menos en general, la gente de nuestra cultura parece estar en extremo a favor de sus derechos y sus libertades civiles: mi derecho a votar y ser votado, a expresar libremente mis ideas, a acostarme consensualmente con quién se me dé la gana, a creer o no en el dios que más me convenga o me convenza, a protestar y manifestarme públicamente en contra del régimen político de mi preferencia, etc. Sin embargo, la libertad de mercado parece ser el patito feo dentro de esta tan querida y ponderada familia en cuestión, como si la idea de que seamos dueños de nosotros mismos y, por lo tanto, de nuestro tiempo y de nuestro trabajo (y que, debido a ello tengamos todo el derecho de ofrecerlo a cambio de dinero a quién se nos dé la gana), fuera cosa de fascistas, de radicales o de supremacistas raciales. Claro, cuando la libertad de mercado la describimos como lo que realmente es (es decir, justo como acabamos de hacerlo) nos damos cuenta que en realidad es algo en extremo natural y positivo, pero aun así, el odio furioso en contra de la misma no pareciera menguar, en absoluto, sino todo lo contrario; y no sólo eso: el empezar a ver al menos con ojos sospechosos a algunas otras de las libertades inalienables del individuo (en especial a la libertad de portar armas, la libertad de expresión e incluso la libertad de credo) igualmente pareciera comenzar a ser la moda del momento, nuestro pan de cada día. ¿Por qué? ¿Se debe acaso a que inconscientemente deseamos ser esclavizados en vez de ser seres totalmente libres y responsables de sí mismos, o a qué demonios, entonces?
Mi hipótesis al respecto es en extremo sencilla: amo, con toda el alma, el tener la libertad de decir todo lo que sea a quien sea que se me dé la gana de decírselo, pero detesto, con todo el furor y resentimiento de mi espíritu, escuchar a los otros decirme lo que sea
que se les dé su regalada gana de decirme. De igual manera, amamos las libertades de mercado, pero tan sólo cuando nos conviene: amo cobrar 500 pesos la hora por mis “inigualables” y “excelsos” servicios pedagógicos, pero detesto con todas mis tripas cuando mis potenciales alumnos me confiesan que, sencillamente y al menos para ellos, yo no valgo esos 500 pesos por hora que creo valer, e incluso éstos tienen la “cruel osadía” de ofrecerme tan sólo $150 pesos a cambio de mis lecciones, además de sugerirme con insoportable “indecencia” que lo tome o que lo deje. Y lo mismo a la inversa: amo locamente mi libertad de mercado de ofrecerle al prójimo una auténtica miseria por sus productos y servicios, pero detesto con todo mi ser y toda mi mente cuando me responde que la deja (mi limosna) en vez de tomarla.
Así que realmente creo que el problema, tan común hoy en día, en relación con los totalitarios y patéticos libertomercadofóbicos, es, en esencia, no de ignorancia económica ni econométrica de su parte, sino de simple y crudo resentimiento, envidia e incongruencia en el interior de sus corazones, de los corazones de una parte sumamente sustanciosa de las sociedades occidentales contemporáneas.
El libre mercado es enteramente deseable por cualquier persona que sea siquiera ligeramente decente o siquiera ligeramente racional, pues lo contrario a éste, como es obvio, implicaría contradecir la premisa que lo define y que aquí mismo hemos expuesto: que eres un ser libre, así como dueño y soberano de ti mismo y de tus talentos, conocimientos y capacidades laborales, y que nada ni nadie, jamás, podrá obligarte, por más resentimiento, envidia o rencor que pueda sentir en contra tuya, a esclavizarte, obligándote a que se los brindes en contra de tu plena y libre voluntad y consentimiento.