Al llegar a la capital del país en 1863, el mariscal Aquiles Bazaine quedó enamorado del Palacio de Buenavista, una fastuosa mansión en la calle de San Cosme. El palacete fue construido por Manuel Tolsá y financiado por doña María Josefa Rodríguez de Pinillos y Gómez, quien triste por no tener a su hijo como primogénito para heredarlo, decidió comprarle el título de conde de Buenavista y regalarle esta mansión para engalanar su título nobiliario. La casa fue habitada en años posteriores por gente importante como la condesa de Pérez Gálvez y los príncipes de la Unión y de Iturbide. En sus habitaciones pernoctó por un tiempo la marquesa Calderón de la Barca, esposa del primer embajador de España en México; el estrafalario conde de Regla con su colección de animales raros y, ni más ni menos, que don Antonio López de Santa Anna, quien la arregló con el dinero del erario para convertirla en un palacete que bien podía rivalizar con el palacio de gobierno.
Don Aquiles, quien sin pedir autorización a nadie ya vivía ahí, en agosto de 1864 organizó una inolvidable fiesta en honor de Maximiliano y Carlota. Ahí se congregó la nata y crema de la sociedad mexicana. Los archiduques, conscientes del poder de Bazaine como mariscal de México, asistieron a la bacanal donde se sirvieron los mejores vinos, carnes y quesos del momento. Nadie pudo cerrar un ojo en toda la tarde y noche de esa majestuosa fiesta, donde el mariscal tuvo la fortuna de conocer a una jovencita de diecisiete años llamada Josefa Peña, quien era sobrina del ex presidente Manuel de la Peña y Peña.
—Baila usted muy bien para su edad, mariscal —le dijo Pepita sonriente a don Aquiles.
—¿Para mi edad? ¿Pues qué crees que soy un anciano?
Pepita era una jovencita delgada, de piel morena clara, de grandes ojos negros, enmarcados por unas largas pestañas. Su cabello rizado lo llevaba recogido en un compacto peinado que la hacía lucir como una quinceañera y al mariscal como a un sátiro uniformado, que buscaba la más mínima oportunidad para robársela en un camino del bosque para perderse con ella en una cueva.
—Para mí usted es como un viejito simpático, general.
Bazaine frunció el ceño divertido y medio molesto por lo de viejito.
—Soy mariscal, no general, Josefa. Además no soy ningún viejito y tú todavía hueles a pañales.
—Ya no soy una niña, coronel, y soy Pepita, no Josefa o Chepa, mariscal.
Pepita y Aquiles bailaban como si hubieran ensayado horas antes. Los invitados no perdían detalle de sus movimientos que parecían formar parte de las mismas notas musicales que emanaban de la orquesta.
—¿Y dónde anda tu novio Pepita?
—No tengo novio mariscal. Los muchachos de mi edad son unos perfectos idiotas. A mí me gustan los hombres maduros.
—¿Ah sí, y qué tan maduros?
—Así como usted mariscal Bazaine. En sus brazos me siento la mujer más segura del mundo. Todo un mariscal del imperio francés y solito aquí en México. ¡Qué pena!
Bazaine sonrió divertido, mientras al dar una vuelta notó la mirada penetrante del emperador que no daba crédito a lo bien que bailaba su mariscal.
Al año siguiente, 26 de julio de 1865, Pepita se casó con Bazaine. La novia tenía 18 años, y su marido, viudo de María Soledad Tormo, tenía ya 54. Su boda civil se llevó a cabo en un salón y la religiosa en la desaparecida capilla del Palacio Imperial, hoy Palacio Nacional. Sus padrinos fueron Maximiliano y Carlota. La bendición nupcial la dio el arzobispo Pelagio Labastida y Dávalos. La prensa habló de la suntuosa ceremonia, del banquete, del vestir de damas y de los caballeros, muchos con uniformes deslumbrantes por las condecoraciones.
Con motivo de su casamiento, los emperadores les obsequiaron el Palacio donde habitaba Bazaine (hoy en día la Academia de San Carlos en San Cosme), que se convertiría en el hogar familiar.
Al año siguiente, marzo de 1866
La larga cabellera negra de Pepita Peña caía en cascada fuliginosa sobre sus diminutos senos, al montar ardorosamente desnuda, sobre la hombría del mariscal Bazaine, quien yacía estoicamente acostado de bruces sobre la enorme cama de cabecera tubular. La ardiente mariscala rebotaba sobre la hombría del temeroso mariscal, como si montara un potro salvaje, hasta alcanzar el placer máximo y caer rendida sobre el pecho velludo, del hombre que realmente gobernaba México. Bazaine daba gracias a Dios de que la mariscala finalmente se rendía, ante el temor inminente de que en cualquier momento le quebrara su falo como una caña, ante tan intensas cabriolas.
—Eres sensacional, mi viejito. Qué dicha que aun puedes aguantar tanto.
Bazaine sonrió divertido, mientras encendía un cigarrillo y abría una carta de Drouyn de Lhuys donde se leía:
«En los momentos en que le escribo a usted este despacho, el señor barón Saillard ha debido llegar a México: las instrucciones del gobierno del emperador (Napoleón) les son a usted, pues, conocidas… El deseo de S. M., como ya sabe usted, es que la evacuación pueda principiar hacia el otoño próximo, y que quede terminada lo más pronto posible.»
—Nos vamos, Pepita. La aventura mexicana se acerca a su fin. Una vez que salga mi ejército, el mequetrefe de Max será comido vivo por los juaristas.
—¿Compraremos en París una casa igual de grande al Palacio de Buenavista, gordo?
—Sus días están contados.
—Porque no pienso vivir en menos lujos allá, que aquí, papacito.
—Ahora el reto será vencer a Prusia.
Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido”; “Juárez ante la iglesia y el imperio” y en noviembre 2019, “Kuntur, el Inca” de Editorial Lectorum.
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