Mucho se puede argumentar de lo importante que es el uso sistemático del sentido común en cualquier político, máxime cuando éste asume la responsabilidad de dirigir un país, como es ahora el caso de quien será el próximo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Ahora que empieza a confrontarse con la realidad que impone necesariamente el asumir un cargo de esta naturaleza (v.gr.el mensaje marcadamente conciliador que dirigió a la nación después de su abrumador triunfo) y de las muchas enseñanzas que ofrece algo tan elemental como utilizar en todo momento el sentido de la razón –y consecuentemente el sentido común – en TODAS las decisiones a que obliga una tarea de esta magnitud, valdría la pena echar mano de la historia para recordarle a AMLO una de las más trascendentes de ellas, misma que debería tener presente prácticamente a la voz de YA: la seguridad de él y de su familia.
En virtud de que reiteradamente ha dicho -palabras más palabras menos- (la última vez el día de ayer al término de su encuentro con el presidente Peña Nieto) que “él no tiene por qué cuidarse las espaldas, ya que el que nada debe nada teme”, quisiera transcribir, exactamente como se plasmó, un pasaje que describo en mi libro Confieso que es…simple, publicado en Junio del 2003 bajo los auspicios de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) y que hace referencia a una experiencia que viví directamente hace la friolera de 24 años, alrededor de un malogrado personaje que en su momento se expresó prácticamente igual que AMLO y que para su desgracia ya no vivió para contarlo.
LAS TRAGEDIAS SIN SENTIDO
“No basta adquirir la sabiduría, es preciso usarla”
Cicerón
“Toda desgracia es una lección”
Proverbio turco
Existen, sin duda, muchas registradas en la historia universal, resultado de decisiones, actitudes, omisiones o meras ignorancias que dieron lugar a acontecimientos trágicos que cambiaron el curso de la historia.
Expresadas como tragedias sin sentido, sin una lógica aparente, su relato y descripción se convierten, sin más, en un vergonzoso monumento a lo paradójico e indescifrable que es en algunos momentos el ser humano, sobre todo cuando deja de utilizar su activo personal más valioso: el sentido común.
Testigos impávidos y sin límite a nuestra capacidad de asombro, los mexicanos resentimos en nuestra vida cotidiana, en nuestra autoestima como nación, los efectos del absurdo asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta en Marzo de 1994.
“No tuve la oportunidad de tratarlo ni personal ni políticamente, aun cuando transitáramos por caminos paralelos, en virtud de una formación académica de idéntica procedencia, aunque diferentes épocas y de una visión muy parecida en el terreno del servicio público.
Muy distante de la percepción muy común que prevaleció durante algún tiempo en el medio político -en el sentido de que quienes egresábamos del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), aun en carreras de naturaleza social como era la de economía, recibíamos una preparación elitista orientada marcadamente hacia la empresa privada y el lucro personal- en los hechos no se descuidaba en ningún momento nuestra orientación y convicción de servicio a la colectividad.
Había, por lo tanto, razones de peso para comulgar con sus ideas: su énfasis en la cultura del esfuerzo, de la cual él había sido un claro exponente; sus propósitos de renovación radical del partido y de sus formas, que yo en lo personal registraba en mi ánimo desde mucho tiempo atrás; su pasión por inducir una nueva mentalidad en el servidor público y en la participación ciudadana; en síntesis, su anhelo vehemente por transformar a este país, eran motivos más que suficientes para sentirme plenamente identificado con su causa.
Cuando he tenido la oportunidad de comentar con mis allegados la historia que a continuación describo, no dejo de experimentar una sensación de escalofrío en mi cuerpo, por todo lo que en ella observé y en la cual fui partícipe. Si la palabra hubiera encontrara una correspondencia con la realidad, el ser humano tendría en sus manos el espejo más fiel para evitar los terrenos trágicos a que nos puede conducir la ausencia de sentido común en momentos claves de la vida.
Transcurría la primera mitad de febrero de 1994. Había sido nombrado coordinador de un programa de promoción del voto desarrollado por el Partido Revolucionario Institucional, tarea que yo atendía en mis ratos libres, debido a mi condición de funcionario público.
En un evento durante el cual estaba prevista la presencia del en ese entonces casi candidato oficial (faltaba tomarle la protesta) a la Presidencia de la República, se tenía prevista la asistencia de alrededor de 2500 representantes de este programa, procedentes de todos los distritos electorales del estado de Puebla. Mi tarea, entre otras, era facilitar las condiciones necesarias para que este grupo quedara bien instalado y atendido, en tanto arribaba al local el candidato Colosio.
Aunque era cierto que el origen de la gente que estaría presente en el evento hablaba por sí mismo del ambiente de confianza en que se encontraría el candidato, era obvio que uno debería esperar, por tratarse de este personaje, un mínimo nivel de seguridad por parte no sólo de su equipo inmediato, sino también de los guardias del Estado Mayor Presidencial, que en circunstancias como ésta se estilaba destinar, por tratarse de un asunto de elemental seguridad nacional.
Las cosas, empero, no fueron así. Después de un retraso de casi una hora sin que llegara Colosio, de buenas a primeras me informan que afuera del local se encontraban unos fotógrafos de la avanzada que deseaban entrar. Me limité a decirles que entregaran su gafete al equipo de seguridad y que pasaran. Me expresaron que no traían ni eso ni ninguna identificación, y que, es más, el único elemento de seguridad que estaba presente me solicitaba…!que yo diera la orden de si pasaban o no¡¡¡
En medio de mi perplejidad por el comentario y las circunstancias que repentinamente tenía que encarar, acudí a ver a estas personas. Sobra decir todas las cosas que vinieron a mi mente cuando me encontré con algo así como diez individuos llevando unos tubos largos que a la vista no se distinguía si eran equipos fotográficos o de otra naturaleza, lo cual, para el momento psicológico que enfrentaba, me hizo imaginar lo peor.
A la vuelta de tanta insistencia accedí a dejarlos entrar, no sin antes poner a gente de mi confianza a que ¡los vigilaran¡ durante el desarrollo de todo el evento con el candidato, ya que para ese momento su equipo de seguridad no rebasaba las tres o cuatro personas.
Presa de un sentimiento mitad coraje mitad preocupación, acudí días después a visitar a un amigo cercano a la jefatura de la campaña, para comentarle este incidente. Aun no terminaba yo de explicarle esto cuando me dijo: “Esto que me comentas ya se lo hemos dicho varias veces al candidato y la verdad es que no quiere más gente protegiéndolo, ya que él dice que su verdadera protección se la brinda ¡el pueblo con el que diariamente está en contacto”¡ (las negritas son un agregado hecho en el presente).
Días después de su artero asesinato no dejé de cuestionarme (y de hecho hasta ahora lo sigo haciendo) quién tuvo la mayor responsabilidad en este descuido. Fuera él, fuera su equipo, o fuera inclusive la eventual actitud omisa del presidente Salinas para imponer esta protección aun a costa de la voluntad de Colosio, el resabio que me queda es que seguramente con un poquito de sentido común de todos ellos se hubiera (otra vez el hubiera) podido evitar semejante tragedia.
El candidato, recordando la facilidad con que se habían cometido tantos magnicidios a lo largo de la historia, riesgo del cual él no podía estar exento, por más popular que fuere. El equipo, haciéndole ver en todo momento el tamaño de dese riesgo. Y el presidente Salinas, imaginando y teniendo cuando menos presente que ante la posibilidad de un atentado, la vox populi inmediatamente le iba a atribuir la responsabilidad, como fue finalmente y como sigue siendo hasta el día de hoy.
La historia, nuevamente, es implacable en este sentido”.
“Te lo digo Juan para que lo escuches Pedro”
(expresado también el presente)
Por Raúl Victoria Iragorri