Redacción, Margarita Estrada Ávila
El cuadrilátero se levanta en el centro del recinto, flanqueado por butacas alineadas, unas detrás de otras, de tal manera que los pasillos coinciden con cada una de las 4 esquinas, luego viene el graderío, en un piso o en varios, conservando la tradicional forma de embudo.
Es la arena, cual coliseo romano, donde uno de los espectáculos más gustados de los mexicanos tiene lugar; el espacio donde el bien y el mal, la máscara o la cabellera, el técnico y el rudo, se enfrentan cuerpo a cuerpo dando paso a un sinfín de ejecuciones, llaves y lanzamientos, algunas veces desafiantes; los ejecutantes, los colosos, los combatientes, gladiadores modernos, siempre queridos u odiados por los aficionados. Sí, es la arena donde la lucha libre es reina.
Espectáculo o deporte, sociológicamente la lucha libre llama la atención por el fenómeno comunicativo que genera en un recinto, el mismo donde se dan cita los luchadores y los espectadores, los protagonistas quienes crean una atmósfera de catarsis colectiva.
El lenguaje es una de las más claras expresiones de este fenómeno; ahí, palabras altisonantes se mezclan con bendiciones; insultos con defensa a ultranza, descalificación con glorificación; frases, dichos, gritos, que son permitidos en un espacio físico que genera su propia estructura, su propia narrativa, el desahogo del espectador, como si de una terapia se tratara, en cada emoción reflejada, que se adereza con el lenguaje corporal, con los signos y significados que tienen valor en movimientos de manos, de cabeza, en las miradas, en la codificación de los mismos por un público de todas las clases sociales.
Un sinfín de emociones ante la confrontación de los luchadores, quienes solos o en equipo, en un justa cuerpo a cuerpo, en parejas, tercias, cuartetas, cuyo significado es la representación de la antítesis del bien contra el mal, lo justo e injusto, los valores que juzga y castiga, que premia, que retoma o se apropia; los que representan cada uno de los contendientes.
La lucha libre se inscribe en un ambiente de violencia que en el transcurso de los diferentes encuentros va subiendo de tono, de intensidad, logra una euforia colectiva. Los asistentes son de todas las edades, sexo, estratos sociales, así como los aficionados que cada fin de semana son asiduos asistentes o como el que va por vez primera. La lucha libre une, hermana, rompe con todos los prejuicios, con los protocoles fuera de la arena; los espectadores se vuelven uno, están ahí por un solo motivo, la lucha libre, cultura popular.
Ahí está el cuadrilátero, los luchadores con sus máscaras, o quienes pelean mostrando el rostro, sobre la lona, donde pondrán a prueba sus habilidades, trucos, aptitudes teatrales; el vestuario llamativo, todo también en busca del reconocimiento del “respetable”, de la gloria o el infierno sin faltar el personaje en el público que incita a los demás a disfrutar de esta festividad, que en cada evento se vuelve irrepetible, única.
El deporte del pancracio, profesional y aún la de aficionados, es capaz de convocar a un público que por su propio gusto y placer acude lo mismo para pasar un rato de solaz y esparcimiento, como para dar rienda suelta a todas aquellas emociones que viene cargando desde el exterior para dejarlas salir, ver y vivir, la lucha libre como una celebración.
Teniendo presente que el ser humano siempre se debate entre la bondad y la maldad, entre los seres que considera buenos, y a los que ve como los malosos, los luchadores hacen vibrar a la audiencia bajo estos sentimientos que materializan en sus acrobacias, para vencer al contrincante con una teatralidad entre chusca y a veces aterradora, intrépida, magistral, que logra que el espectador viva como propio el éxito de cada uno de quienes se la juegan en el encordado.
Y si la lucha libre es el deporte espectáculo que anima y convoca masas, el luchador es parte fundamental de la magia que envuelve, cautiva y atrapa al espectador; el ritual que se cumple, desde la expectativa que genera el verlo entrar, caminar entre el público, el misterio de la máscara; su vestimenta, que lo convierto en el héroe o villano, en elegante o presumido, en humilde y gallardo; los colores llamativos de lo que está hecha su indumentaria; muñequeras, mallas, las botas o zapatillas.
Verlo subir al cuadrilátero, que como dato curioso hoy es hexagonal, el luchador, ya no es Juan o Pedro, es el Santo, Blue Damon, Médico Asesino, el Rayo de Jalisco; y aún sin tapa: El Perro Aguayo, Ray Mendoza, y antes Gory Guerrero.
Escribió Carlos Monsiváis en uno de sus artículos “La lucha libre tiene un parte teatral, y un público asiduo a ésta, pude mirar en la máscara la esencia de un luchador, al ponérsela, deja de ser, el ser humano y se convierte en su héroe como parte de un ritual, la lucha libre es divertida, amenazante y jocosa, se presta a las complicidades del espectador, permite figurarse qué clase de rostros anidarán tras esas telas, se presta a la imaginación de sastres o familiares”.
El significado de perder en la lucha libre la máscara encierra todo un simbolismo, es terminar con la incógnita para el público conocedor ¿Quién se esconde tras la capucha? ¿Cómo será? Tal es el papel del misterio de ocultar el rostro que aún los tabloides del pasado narran “La lucha del siglo” de una máscara contra máscara, entre el Santo y Black Shadow, que tuvo lugar en la arena Coliseo el 7 de noviembre de 1952, donde el primero resultó vencedor.
En ese entonces, eran unos cuantos los luchadores que hacían uso de la máscara, poco a poco, su uso se fue socializando. Los primeros subían a pelear con solo un calzón y unas botas. En sus inicios las máscaras eran elaboradas de cuero de cerdo, pero desde que luchador se la ponía tenían ese efecto de culto en el espectador.
La máscara se volvió un distintivo de la lucha libre mexicana. De ello da cuenta la historia de un luchador llamado “Hombre Rojo”, que tenía tanta seguridad en sí miso que retaba a una justa, y en caso de perder prometía quitarse la máscara, lo cual fue visto como un gran negocio, tanto incluso, que hubo luchadores con una brillante trayectoria que al perderla terminaron con sus carreras.
Aunque no todos los luchadores, determinaron usar máscara, escribieron su nombre entre las glorias del pancracio mexicano y mundial: Tarzán López, Cavernario Galindo, Bobby Bonales, Gori Guerrero, Black Guzmán, Chico Casasola, René “Copetes” Guajardo, Karloff Lagarde, Perro Aguayo, Ray Mendoza, Sangre India, El Satánico, Pirata Morgan, El Dandy, Negro Casas, Vampiro Canadiense; entre otros.
La historia de la lucha libre en nuestro país cuenta que, en 1863, Enrique Ugartechea se da a conocer como el primer luchador mexicano y crea las bases de lo que sería la lucha libre nacional.
En el año de 1922, Salvador Lutteroth, considerado como el padre de la lucha libre descubrió en Estados Unidos un deporte muy parecido y tuvo la visión de crear la Empresa Mexicana de Lucha Libre, hoy conocida como el Consejo Mundial de Lucha Libre. Celebra su primera función en septiembre de 1933 y posteriormente inaugura la Arena México, la catedral de la lucha libre mexicana, e institucionaliza este deporte, gracias a su éxito proliferaron la construcción de las conocidas arenas.
Lutteroth vislumbra que para que este deporte sea conocido en el todo el país, hay que realizar giras, que resultan un éxito. Poco a poco nacieron y se fortalecieron las primeras leyendas de la lucha libre profesional como lo fueron el Santo, Blue Demon o el Rayo de Jalisco. Muchos se volvieron seguidores y convirtieron en ídolos a estos luchadores, que trascendieron la arena, el ring, gracias al cine, la televisión y las historietas.
Un caso muy peculiar fue el Santo, héroe mexicano que filmó muchas películas y enfrentó en diferentes cintas a vampiros, extraterrestres, científicos que querían destruir el mundo, fue tal su triunfo que se convirtió en parte del cine de culto en España.
Un impulso enorme para la lucha libre mexicana nace el 1 de septiembre de 1950 con XHTV-Canal 4, de la televisión nacional que abre un espacio en su programación consolidándola como el espectáculo deporte por excelencia. Esto llevó a mitificar a los personajes entre el público mexicano.
La lucha libre seguirá porque es parte del gusto de los mexicanos, de la familia, porque hay dinastías, apellidos, nombres que se perpetúan a través de los hijos que han querido seguir los pasos de sus padres como El Hijo del Santo, Hijo de Lizmark o Hijo del Perro Aguayo, El Rayo de Jalisco Jr, Hijo de Máscara Sagrada, Hijo del Médico Asesino, entre otros.
No podemos dejar de lado y de mencionar, a las luchadoras; largo ha sido el camino para la inclusión de la figura femenina en la lucha libre más la perseverancia, preparación y amor a este espectáculo deporte les han ido abriendo las puertas y hoy muchas de ella ya cuentas con su público, unas ya también historia: Natalia Vázquez, la primera; Lola González, Princesa Sugehit, o las hermanas de la Dinastía Moreno. Para todas ellas y quienes quieren seguir este deporte toda mi admiración y reconocimiento.
Invito a los lectores y lectoras asistir a un espectáculo de lucha libre, los luchadores y luchadoras han sido inspiración de un pueblo que ve en ellos deseos, sueños, sentimientos, emociones, es una relación muy especial que surge entre el espectador y la figura en el cuadrilátero. Concluyó con dos frases célebres, primera del gran del doctor Alfonso Morales, por antonomasia el narrador mexicano especializado en lucha y box: “El luchador es un psicólogo natural que mueve a las masas”. Finalmente, Andy Kaufman apuntó: -“En ningún lugar hay más drama que en la lucha libre”.