La pandemia que mató a Cuitláhuac
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La pandemia que mató a Cuitláhuac y Huayna Cápac

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Mis compañeros atraparon  a un feroz negro con la cara llena de hoyuelos como si fuera un molcajete. Los guerreros de Cuitláhuac no salían de asombro al contemplar y acariciar la piel color chapopote del negro, que nos insultaba horrendas palabras en español. Sus cachetes tenían tres hoyuelos supurantes de pus que causaron asco en los yaoyizques.  Al final fue maniatado para ser sacrificado al día siguiente en el teocalli. Nunca supimos que al abrir el pecho sangrante de ese negro regamos el arma más poderosa y contaminante con la que contaba Malinche (Cortés) y que él llamaba burlonamente viruela negra. La mortal y virulenta sangre de ese negro mató a más tenochcas que todos los ejércitos de Cortés juntos.

   La epidemia avanzó como una llamarada en un pastizal seco, arrasando con los indígenas desde el mar del oriente al del occidente. Los cadáveres a diario eran incinerados a un costado del cerro de Chapultepec  ante el temor de no poder contener la epidemia. Los entierros, por ser tantos los caídos, dejaron de ser una formalidad social para convertirse en una rápida incineración en la macabra pila de cadáveres.

   Por más que imploré una explicación a nuestra señora de Tonantzin, ella hizo oídos sordos a mi súplica. Me sentí abandonado e impotente a tan terrible enfermedad que se llevaba a mi gente sin que yo pudiera salvar a uno solo. Desesperado  como todos los de mi pueblo, opté por orar  a Patécatl, el dios de la salud. Ante mi sorpresa vi que algunas madres desesperadas, oraban a una improvisada  cruz colocada donde los  españoles habían construido su oratorio, frente al teocalli. Era tanta la desesperación, que nuestros sacerdotes ya no intentaban reprimir tan sacrílega práctica, y más, cuando se aseguraba que había habido dos curaciones milagrosas de unos niños que estaban más muertos que vivos.

   Todos los habitantes del centro de México, desde el mar del este al del oeste, estaban de un modo afectados por la terrible enfermedad. Extrañamente atacaba a jóvenes y a ancianos por igual. Los que durábamos días acostados, pero lográbamos incorporarnos de nuevo, quedábamos marcados con costras secas y hoyuelos horrendos como muestra orgullosa de que  habíamos vencido a la pavorosa enfermedad. Estos sobrevivientes no morían y quedaban ciertamente inmunes. Así nos pasó a mí y  a Ayatli. Durante dos semanas estuvimos aislados, volviendo a salir otra vez a la luz, dispuestos a enfrentar a los españoles.

   Hubo también personas que no tuvieron la más mínima molestia y jamás se contagiaron como Océlotl, Toxcatl, Jatziri y Yaretzi.

   El hecho de que no hubiéramos reunido un poderoso ejército para rematar hasta el último teúle  que se dedicó a descansar y engordar en Tlaxcala, fue porque los pocos hombres que había en Tenochtitlán en el breve tiempo de Cuitláhuac reconstruían la ciudad, enterraban muertos o ayudaban a los enfermos.  Su fuerza era mínima como para intentar lanzarse sobre los poderosos Tlaxcaltecas, que no había sufrido la más mínima mella con la viruela. Era más prudente esperar a recuperarnos para repeler de nuevo el ataque en caso de que los teúles nos amenazaran de nuevo con un ataque sorpresa.

   La viruela se llevó a caciques de señoríos aledaños también, dejándolos sin herederos. Algunos de ellos se acercaron a Cortés pidiendo ayuda en el nombramiento del nuevo sucesor y brindando su incondicional alianza contra los tenochcas.

   El caso más terrible que afectó a Tenochtitlán fue cuando la viruela atacó a nuestro tlatoani Cuitláhuac. El aguerrido soberano luchó como un tigre defendiéndose contra la mortal enfermedad. Vomitaba sangre por boca y  fosas nasales por igual. Cuauhtémoc fue en mi busca para que hiciera todo lo posible por salvar a nuestro venerado orador. Mi presencia junto al amigo de mi infancia fue una desilusión al no poder ni siquiera bajarle la calentura que lo devoraba por dentro. Mi gente, más que quejarse conmigo, se resignaron a que yo ya no tenía ningún poder sobre la vida y la muerte y que el dios de los teúles era más fuerte que los nuestros. Cuitláhuac fue arrastrado para el  Mictlán a fines de noviembre de 1520. Las ceremonias fúnebres se dieron al día siguiente, corriendo la noticia hasta Tlaxcala.

   El joven Cuauhtémoc junto con Ayatli, más que llorar la muerte de su tlatoani, sofocaron a sangre y fuego una rebelión por el poder, comandada por los parientes de Motecuhzoma. Demostrando porque «El Águila que Cae» era el mejor guerrero para enfrentar a los teúles, Cuauhtémoc se deshizo de todos los posibles rivales que intentaron suceder a Cuitláhuac en el trono de México. Para diciembre de 1520, Tenochtitlán tenía ya a su onceavo y último soberano del Anáhuac.

 Cuitláhuac fue nuestro último gobernante en morir ante una pandemia. Es importante que nuestro presidente no tome a la ligera esta epidemia y se proteja como es debido. El andar en giras estrechando manos y dando besos lo pone el altísimo riesgo, y sus habitantes lo necesitan para que guie a buen puerto esta nave llamada México, en estos tiempos de crisis.

   Roguemos a Dios que todo salga bien en esta pandemia que nos azota, y nuestro México resurja de nuevo fuerte y vigoroso en su recuperación, justamente 500 años después, en que la viruela acabó  con uno de cada cinco indígenas desde México hasta Sudamérica, matando en su camino de muerte a otro importante rey, el inca Huayna Cápac en 1525.

Alejandro Basáñez Loyola

Por Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Lectorum.   

 Facebook @alejandrobasanezloyola          

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