Historia de México Jóvenes

Juárez fusila a Maximiliano

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 A las seis con cincuenta de la mañana, el pelotón de fusilamiento se preparó para victimar a los  prisioneros. Mientras los siete artilleros preparaban sus rifles americanos, uno de los cadetes del pelotón comentó a otro:

   —Le voy a disparar en los huevos al güerito. Es algo chingón que recordaré toda mi vida. Yo, Aureliano Blanquet, le metí un tiro en la verga a Maximiliano de Habsburgo en Querétaro en 1867.

   —Eres un pinche presumido, Aureliano. Yo siento re culero por tener que matar a estos pobres cabrones, ¿pero que se le va a hacer? —repuso su compañero, un cadete larguirucho con nariz de perico.

   —Hagamos historia, Calaca. Ahora si voy a saber que se siente matar a un Emperador.

   Cómo si el Emperador hubiera escuchado sus palabras, se acercó amablemente al pelotón para ofrecerle una onza de oro a cada uno, a cambio de una simple condición:

   —Por favor no me disparen a la cara. Quiero que mi cuerpo regrese a Austria con el rostro intacto para que no sufra mi madre al verlo.

   El jefe del pelotón se adelantó al grupo e imponiendo su autoridad le dijo:

   —Ya escucharon el último deseo del señor Maximiliano.

   Fernando Maximiliano tuvo que dar tres monedas más a este oficial para complacerlo.

   —Ya ves, Calaca. Ahora con más razón le apunto a los tanates al güerito.

   El Calaca rio discretamente para que no se diera cuenta el capitán.

   —Pero apuntale bien, pinche Aureliano. Al fin que son dos güevos.

   Maximiliano llevaba puesto un sombrero de fieltro color blanco. Su elegante levita negra lo hacía resaltar notablemente entre sus dos compañeros. Acercándose a ellos con una sonrisa afable los tomó de los brazos para decirles:

   «Dentro de breves instantes nos veremos en el cielo.»

   —Yo no quiero estar a su derecha, Su Majestad. Ese era el lugar del mal ladrón que crucificaron con El Salvador —dijo Tomás Mejía con una seriedad gélida.

   Maximiliano sonrió entendiendo el sentido religioso del Negrito Mejía.

   —Eso no será así, amigo Mejía. Yo estaré a la derecha de Miramón, porque él irá al centro. Yo soy indigno de ocupar semejante lugar de honor.  Yo soy más pecador que Gestas.

   Maximiliano tomó del antebrazo al Macabeo para expresarle su sincero deseo:

   «Un valiente debe ser admirado hasta por los monarcas: antes de morir, quiero cederos el lugar de honor.»

   Miramón miró sorprendido al Emperador. El color se había ido de su rostro y en ese momento lo que menos le importaba era el lugar que ocupaba dentro del paredón.

   —Gracias, Su Majestad.

   Animado por el Emperador, Miramón dio un paso al frente y con voz potente y clara lanzó su último pensamiento a los cuatro mil soldados que hacían guardia al frente:

   «Mexicanos: En el Consejo, mis defensores quisieron salvar mi vida. Aquí, pronto a perderla, cuando ya no me pertenece, cuando voy ya a comparecer delante de Dios, protesto contra la nota de traición que se ha querido arrojarme para cubrir mi sacrificio. Muero inocente de ese crimen y perdono a los que me lo imputan, esperando que Dios me perdone, y que mis compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva México!»

   Un leve alharaca se dejó escuchar entre la soldadesca. Maximiliano aplaudió las palabras de su valiente general. Después se hizo un silencio impactante que el mismo Max tuvo que romper dirigiéndose al olvidado Negrito Mejía:

   «General: lo que no se premia en la tierra, lo premia Dios en la gloria

   Tomás Mejía, pálido al ver a su esposa entre el grupo de observadores con su hijo en brazos, junto a Moisés Figueroa, apenas prestó atención al fugaz enardecimiento del Emperador.

   El archiduque, inspirado en sus últimos segundos de vida, se adelantó un paso para dar unas breves palabras, que quedarían registradas en la historia de México:

   «Voy a morir por una causa justa, la de la Independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!»

   Los tres condenados se volvieron a colocar frente al pelotón para recibir la mortal descarga. Maximiliano quedó del lado derecho de Miramón. Mejía, creyéndose el buen ladrón Dimas, ya no hizo nada al respecto.

   —¡Preparen! —gritó el oficial a cargo del fusilamiento.

   Maximiliano se quitó su sombrero, se limpió la frente con un pañuelo  y lo entregó a su criado Tüdös.  Ambos objetos viajarían a Europa para ser entregados a su madre.

   —¡Apunten! —gritó el oficial.

   Una parvada de aves negras como el carbón voló sobre sus cabezas, como si presintiera que un fuerte sonido pronto se escucharía. Miramón miró a los pájaros mientras con sus dedos señaló a su corazón, gritando: «Aquí». Mejía no dijo nada, sólo abrió los brazos abultando el pecho.

   —¡Fuego! —gritó el oficial, bajando su espada.

   La mano que señalaba al corazón de Miramón fue atravesada por una bala que le partió el corazón, dándole una muerte instantánea. Al caer boca arriba, vio su vida correr en unos segundos. Él, como cadete, huyendo de las balas norteamericanas en el Castillo de Chapultepec; Concha besándolo discretamente en el jardín de la casa en Tacubaya; cuando se  convirtió en presidente de México; sus hijos en brazos, sus triunfos como conservador y un ángel que extrañamente semejaba a Maximiliano, tomándolo de la mano para introducirlo en un remolino de fulgurante luz.

   Tomás Mejía cayó de frente rompiéndose la nariz contra el suelo. Las balas no habían tocado el corazón y su agonía tuvo que ser cortada con dos tiros a quema ropa que reventaron su corazón en pedazos. Su mujer cayó desmayada a los brazos de Moisés, quien tuvo que hacer malabares para sostener a la joven y al bebé Tomasito al mismo tiempo.

   Maximiliano se fue de lado, al doblársele la pierna derecha. El cadete Blanquet cumplió su promesa de poner una certera bala en sus partes nobles. La herida del corazón había sido sólo un rozón. Mirando al cielo gritó: «¡Hombre, hombre!» Las palabras que le enseñaron en  Miramar para decir ¡Qué Bárbaro!

   El oficial encargado del pelotón lo volteó bocarriba con la punta de su bota. Luego señaló al Calaca para que le diera el tiro de gracia en el corazón. El Calaca con mirada de espanto le disparó a escasos centímetros en el punto indicado, encendiendo el chaleco en llamas.  El cocinero húngaro Tüdös, sorprendió al oficial al arrojarse al pecho del archiduque para apagar con su chaqueta el chaleco en llamas de Maximiliano. Mientras Tüdös era retirado a jalones de la escena del ajusticiamiento, imágenes fugaces de Carl de Bombelles haciendo travesura de distintos tipos con él, cruzaron la mente del agonizante emperador; los pleitos con sus hermanos para ver quien corría más rápido o hablaba mejor otros idiomas; la pomposa coronación de su hermano Francisco José; la muerte de Amalia de Braganza, su primer amor; la bacanal de Madeira con los negros bañados en sudor pujando detrás de él y de Bombelles; las visitas de los enviados mexicanos a Miramar;  su firma en Miramar, renunciando a todo por irse a México; la deslucida llegada a Veracruz; sus amores salvajes con Concha Sedano en el Jardín de Borda; los amores clandestinos de Carlota con su guardaespaldas, y luego, un silencio total y pavoroso, al navegar en el Novara bajo los destellos verduzcos de una aurora boreal, en medio de la nube de insectos que coleccionó durante toda su vida y que podían volar, a pesar de estar atravesados por alfileres.

Alejandro Basáñez Loyola

“Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum

Alejandro Basáñez Loyola

 

Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum.  

 

 Facebook @alejandrobasanezloyola          

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