Anécdota Digital

Anecdotario Histórico: ‘Así murieron los Zapata’

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Por: Alejandro Basáñez Loyola

Eufemio

 

Aquella tarde del 17 de junio de 1917, Eufemio Zapata bebía alegremente dentro de la mejor cantina de Cuautla. Deprimido por el terrible declive del  Zapatismo desde la llegada al poder de Venustiano Carranza, Eufemio bebía más cada día hasta perder el control.

   Eufemio se encendió en cólera al escuchar el comentario de un anciano, que decía que lo mejor era pactar la paz con Pablo González, para salvar al pueblo morelense.

  Eufemio se paró de su silla y con mirada vidriosa se dirigió al borracho anciano para reprimirlo por hablar mal de los Zapata.

—Pinche viejo estúpido. Te voy a enseñar a no decir pendejadas delante de mí.

Eufemio golpeó bestialmente hasta dejar inconsciente al pobre anciano. Afortunadamente fue detenido por los demás clientes antes de que lo matara de una patada en la cabeza. Iracundo e insultando a todos, Eufemio abandonó el lugar.   En menos de una hora, Sidronio Camacho, hijo del anciano vapuleado, se enteró del alevoso abuso del hermano de Emiliano.

   Sidronio “el loco Camacho”, no tenía ese mote por simpático. Era un asesino de armas tomar y sin medir las consecuencias de sus actos, dominado por el odio y la venganza, alcanzó a Eufemio en la plaza de Cuautla. La gente se acercó curiosa a ver lo que se venía.

   —Ahora si te pasaste jijo de tu puta madre —le espetó Sidronio en la cara al borracho Eufemio, que no supo qué decir, pero sí intentó sacar su pistola para sólo ser madrugado con un balazo en el vientre. Eufemio cayó de rodillas presa del dolor. Sidronio lo desarmó, guardando sus pistolas, y rápido ante la mirada de asombro de la gente, lo lazó de los tobillos para jalarlo y sacarlo del pueblo con su caballo. El cuerpo de Eufemio dejaba rastros de sangre,  ropa, piel y cabello al ser arrastrado por la calle hasta perderse entre la vegetación, en los límites del pueblo. Fuera de Cuautla y de la vista de testigos, Sidronio con risa burlona miró al despellejado y agonizante cuerpo de su ex jefe.

   —Ya ves cabrón qué fácil te cargó la chingada por andar de abusivo con la gente mayor. Te metiste con mi padre, y ya te cargó la calaca. Eufemio intentaba articular palabras pero nada salía de sus sangrantes labios, presa del dolor por el balazo y el despellejamiento.

   Sidronio cortó el lazo y dejó el agonizante cuerpo de Eufemio sobre un hormiguero de enormes insectos rojos, que entró en furia al sentir la ingrata presencia del invasor sobre la entrada a su nido. En cuestión de minutos el lacerado cuerpo fue literalmente cubierto por miles de hormigas que castigaban al intruso con mortales mordidas. Sidronio Camacho, satisfecho por su hazaña, se fumó tranquilamente un cigarro mientras contemplaba el horrendo espectáculo.

   —¡Pinches hormigas! Ahora todo el hormiguero está pedo por comerse a este pinche borracho. Después de matar a Eufemio, Sidronio huyó a la sierra para unirse a los carrancistas, quienes lo ascendieron a general y lo mandaron a combatir a su propia gente en Morelos, donde fue muerto en una emboscada entre Santa Catarina y San Andrés de la Cal.

   Emiliano

 

Emiliano Zapata, experto en caballos,  acarició el lomo del hermoso caballo “As de Oros” que como prueba de adhesión y alianza le había ofrecido el coronel Jesús Guajardo.

   —Hermosa bestia, coronel —dijo Zapata satisfecho, mientras acariciaba la larga melena del tranquilo equino.

   —Un detallito para sellar nuestra alianza, mi general.

   —Cuando juntemos mis hombres con los suyos, levantaremos de nuevo el zapatismo y pondremos de rodillas al cabrón de Pablo González.

   —Así es, general. Es un hecho que González contraatacará con furia. Debemos estar preparados para lo peor.

   —¿Cómo piensa defenderse?

   —Por lo pronto le pasaré doce mil cartuchos y armas para armar a los dos bandos. Es preciso que nos veamos en la hacienda de San Juan Chinameca. Ahí estaremos fuera de los alcances de González y le ofreceremos una comida en su honor, general. Lleve a todos los hombres que quiera.

   Al mencionar Guajardo, todos los hombres que quiera, para presentarse a comer en la hacienda, eliminó toda sospecha de una posible traición. Guajardo había actuado magistralmente y convencido al desconfiado Atila del Sur.

   Zapata recapituló sus vivencias en la mencionada hacienda. En ese lugar de niño, junto con el travieso de Eufemio, entregó materiales de construcción para el español dueño de la hacienda; años después contra él tendría su primer enfrentamiento verbal como representante del Estado de Morelos. Como si Guajardo lo hubiera sabido de antemano, la hacienda tenía un extraño embrujo o influencia en el bravo general sureño.

   En aquella soleada mañana del 19 de abril de 1919, Zapata rodeó la hacienda con sus hombres. Durante un par de horas platicaron y fumaron cigarrillos, mientras veían que no ocurría nada, tanto dentro como afuera, que pudiera levantar sospechas de una traición.

   Zapata se acercó sonriente a sus generales Ceferino Ortega, Muñoz y Feliciano Palacios, que fumaban plácidamente recargados en la fresca sombra de un frondoso huizache.

   —¡Palacios! Entra a ver a Guajardo. Observa y busca alguna señal de peligro. Se acerca la hora de la comida y no está de más echar un último vistazo. Tú sabes, no vaya a ser el diablo.

   —Descuida Miliano. Yo huelo el peligro a kilómetros y sé que no hay problema. Si nos quisieran tronar, lo hubieran hecho desde que llegamos. Tú crees que te iban a dar chance de tomar el solecito aquí ajuera, jumando tu cigarrito como sin nada.

   —No, pus sí. Anda ve y checa lo que te dije, de todos modos.

   Dentro de la hacienda, Palacios platicó con Guajardo, que como señora que orgullosamente hubiera preparado la comida, urgía a los comensales  a entrar.

   Palacios, convencido de que todo cuadraba para una emotiva ceremonia de bienvenida a Zapata con todo y Guardia de Honor, salió sonriente  para hablar con su general.

   Todo en orden Miliano. La comida está lista y no se ve ninguna cosa sospechosa o rara. En verdad te organizaron todo un evento en tu honor.

   —Pues entremos, que ya hace hambre.

   A la 1:45 pm, Zapata, junto con diez jinetes más se encaminó sobre el cabriolado  “As de Oros” hacia la puerta principal de la hacienda, para encontrarse con el coronel Jesús Guajardo. Como siempre, por precaución dejó a un grupo numeroso de hombres con las carabinas enfundadas, bajo las frescas sombras de los árboles, fumado y contando chistes e historias del lugar.

   —No se traguen todo cabrones, que aquí también hace hambre —gritó bromeando uno de sus hombres, con una ramita en la boca.

   Zapata entró al frente  del grupo.  A los lados de la entrada se encontró con  la guardia de honor flamantemente uniformada,   lista para orgullosamente rendirles los merecidos honores a generales de altísimo rango como él. Al frente, en el centro del soleado patio, se encontraba de pie el coronel Jesús Guajardo junto con tres de sus hombres, con caras sonrientes al ver llegar a su nuevo aliado, el Gengis Kan del Sur, Emiliano Zapata.

   Tres veces sonó el clarín, como saludo de honor al heroico general. Al terminar el tercer saludo, la guardia de honor disparó dos veces a quema ropa contra el general Zapata y sus hombres, sin darles tiempo de siquiera sacar sus armas. Emiliano fue acribillado, intentando por reflejos llevarse la mano al cinto para luego caer pesadamente sobre el piso del patio de la hacienda para no levantarse jamás. Los hombres que esperaban  afuera al general, huyeron al salir los militares en su persecución.

    Horas después el abotagado cuerpo de Zapata fue morbosamente exhibido en Cuautla para que todo mundo viera y supiera que el Atila del Sur había muerto. Los incrédulos periodistas y la gente se retrataron con el cadáver para dejar testimonio en la historia de que ahí finalmente yacía el cuerpo inerte del máximo líder guerrillero de Morelos.

   —Nos quieren hacer pendejos, Fausto —le dijo un campesino a otro frente al cuerpo de Zapata.

   —¿Por qué lo dices, Timoteo?

   —A Miliano le faltaba un pedazo del dedo chiquito de la mano y este güey los tiene completos. De niño se lo cortó con la reata cuando lazó un potro. Además también le falta el lunar en la cara, cerca de los ojos.

    Fausto se acercó incrédulo hacia el cuerpo congestionado y hasta tocó tímidamente la mano del cadáver, ante la mirada reprobatoria de un gendarme.

   —Sí cierto Timoteo. Este güey no es Miliano. ¿Tonces ónde andará el verdadero Miliano?

   —Eso nunca lo sabremos, Fausto. O regresa a pelear con nosotros o se esconde pa’ siempre hasta morir de viejo en un rancho olvidado perdido en la sierra de Guerrero.

Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” de Ediciones B y “Juárez ante la iglesia y el imperio”; “Kuntur el Inca” de Editorial  y “Vientos de Libertad”  de Lectorum.  

Facebook:  @alejandrobasanezloyola 

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