Por: Guillermo E. Casas Sidwell
Soy de la generación de los Baby Boomers, nacidos entre 1946 y 1964. Somos la generación que vivió momentos históricos importantes como la Guerra Fría, el asesinato del presidente John F. Kennedy, del activista Martin Luther King, así como la llegada del hombre a la luna, la Guerra de Vietnam, el bloqueo a Cuba, el fanatismo que provocó la imagen del Che Guevara, la apertura al mundo de las drogas, los alucinógenos, el estrepidante nacimiento del Rock y su globalización, el movimiento de 1968; la movilización de las guerrillas en el estado de Guerrero encabezadas por Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, el nacimiento de la Liga Revolucionaria 23 de Septiembre.
Una época, en la que, a pesar de todo, en la Ciudad de México, entonces Distrito Federal, se evocaba a la Zona Rosa como el centro de la intelectualidad, la vida nocturna y la gastronomía, la moda y el arte. Años en que se podía viajar por cualquier carretera de México sin peligro alguno, en la que los políticos gozaban de cierto prestigio y reconocimiento social. Las grandes empresas se expandían en nuestro país, las tiendas de autoservicio seleccionaban con gran cuidado a su personal, igual que los bancos cuyas cajeras eran por demás preparadas distinguiéndose por el trato personalizado al igual que en muchos establecimientos. Había una cierta etiqueta y calidad en el servicio. Ya de respeto entre jóvenes y adultos ni mencionarlo. Esa ciudad que ahora ya no tiene ni la estatua de Colón vivía de noche un esplendor digno de cualquier ciudad cosmopolita del mundo.
La época a la que me refiero, a nuestra generación nos ha quedado como recuerdo y anecdotario para las nuevas generaciones ¿en qué se ha convertido la Ciudad de México? La que fuera la ciudad de los palacios hoy transpira un sentimiento de enfado, hartazgo y de confusión, no solo derivado de la terrible pandemia por la que hemos atravesado a nivel mundial, si no también por una actitud autoritaria y errática de las autoridades ante esta situación que nos ha llevado a ocupar un lugar vergonzoso ante el concierto internacional al haber convertido el programa de vacunación en un instrumento de politiquería con tintes de absolutismo en el manejo de las políticas de salud pública.
Y que conste para la historia, este esfuerzo equívoco de adoctrinamiento político social que además se ha cimbrado por el gravísimo accidente del metro que saca a la luz pública los graves errores y corrupción de los gobiernos de izquierda, primero en la ciudad de México y ahora desde Palacio Nacional.
En un contexto de tanto descontento y dolor aun es posible salvar a la ciudad de México y al país en su conjunto, depende de la voluntad popular, del verdadero pueblo sabio, no al que se refiera cotidianamente AMLO; el pueblo sabio integrado por las nuevas generaciones, las zonas marginadas y los grupos vulnerables. La sociedad mexicana es una sola, con diversas características regionales y étnicas, pero que en su mayoría de una u otra forma se agrupan o se representan en la megalópolis en este Distrito Federal al que se refería Chava Flores.
¿Qué no es más alentador que se enaltezca el valor de cada individuo en México?
Todos los segmentos de edad, todos los niveles socioeconómicos, todos los mexicanos, representamos un recurso natural insustituible. Somos activos intangibles y el señalarnos como ‘pobres’, como ‘ricos’, ‘chairos’, ‘conservadores’, ‘progresistas’ o ‘demócratas’ lo único que hace es ensanchar la brecha para el entendimiento común.
Volviendo a la ciudad de México, debemos de cambiar el color gris por una policromía que enmarque el entusiasmo y el valor de los mexicanos, que haga enorgullecerse a las nuevas generaciones y que fomente el respeto por la fisionomía y los valores de la gran ciudad de México, como ejemplo para otros estados en cuyas capitales también se ha perdido el entusiasmo social.
Bienvenidas las ideas propositivas. Bienvenida la alegría y la vida citadina. Fuera los políticos arribistas e ignorantes. Candidatos advenedizos, muchos sin escrúpulos, delincuentes, otros improvisados, sin discurso personal, sin conocimientos ideológicos, sin valores sustantivos que puedan ofrecer a quienes votarán por ellos.
No es que los gobernantes de ahora sean diferentes, son iguales, solo que tienen menos cultura, han visto menos el mundo, entienden poco de geopolítica y se atreven a mandar a las personas con dolor al carajo.
Los buenos gobernantes son aquellos que concilian, que empatizan con todos los sectores, que están presentes en el dolor y la alegría y que no siempre añoran vivir en un palacio.
La ciudad de México renacerá con un aire nuevo de orgullo, como ejemplo de resiliencia.
Y la vida es río.