Zapata Una cita mortal en Chinameca
Historia de México Jóvenes

Una cita mortal en Chinameca

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Emiliano Zapata recibió la respuesta del coronel Jesús Guajardo, en la que aceptaba su interesante invitación a unirse a su Ejército del Sur para combatir a Carranza. Zapata, hábil y desconfiado como siempre, exigió una prueba de lealtad de su futuro aliado.

   —Dígale al coronel Guajardo que entre sus filas hay un desertor zapatista, recién incorporado con Pablo González.

   —¿Quién es? —preguntó el enviado de Guajardo.

   Zapata se acercó al enviado con cara de odio y de pocos amigos. El secretario de Guajardo tragó saliva pensando que sería ejecutado por preguntar lo obvio.

   —Es Victoriano Bárcena. El perro traidor aceptó la amnistía del gobierno de Carranza y se incorporó en su ejército federal. Le ha pasado información valiosa a Pablo González de nuestra ubicación, recursos, armamento, debilidades. Si lo tuviera cerca de mí, le sacaría los ojos con mis pulgares antes de mandarlo al paredón.

   —Entiendo general. Hablaré con el coronel Guajardo y le responderemos positivamente.

   —Eso espero. Si no, ni se vuelva a parar por aquí porque mi gente me lo fusila.

   Victoriano Bárcena, junto con sus hombres, fueron fusilados para comprar la alianza de Zapata. En la triste decisión, Guajardo cambió la vida de varios de sus hombres por conseguir la alianza  del Atila del Sur. En el pestilente  chiquero de las traiciones, era imposible mantenerse limpio y sin salpicaduras.

   Emiliano Zapata, experto en caballos,  acarició el lomo del hermoso caballo “As de Oros” que como prueba de adhesión y alianza le había ofrecido el coronel Jesús Guajardo.

   —Hermosa bestia, coronel —dijo Zapata satisfecho, mientras acariciaba la larga melena del tranquilo equino.

   —Un simple detallito para sellar nuestra alianza, mi general.

   —Cuando juntemos mis hombres con los suyos, levantaremos de nuevo el zapatismo y pondremos de rodillas al cabrón de Pablo González.

   —Así es general. Es un hecho que González contraatacará con furia. Debemos estar preparados para lo peor.

   —¿Cómo piensa defenderse?

   —Por lo pronto le pasaré doce mil cartuchos y armas para armar a los dos bandos. Es preciso que nos veamos en la hacienda de San Juan Chinameca. Ahí estaremos fuera de los alcances de González y le ofreceremos una comida en su honor, general. Lleve a todos los hombres que quiera.

   Al mencionar Guajardo, todos los hombres que quiera, para presentarse a comer en la hacienda, eliminó toda sospecha de una posible traición. Guajardo había actuado magistralmente y convencido al desconfiado Atila del Sur.

   Zapata recapituló sus vivencias en la mencionada hacienda. En ese lugar de niño, junto con el travieso de Eufemio, entregó materiales de construcción para el español dueño de la hacienda; años después contra él tendría su primer enfrentamiento verbal como representante del estado de Morelos. Como si Guajardo lo hubiera sabido de antemano, la hacienda tenía un extraño embrujo o influencia en el bravo general sureño.

   En aquella soleada mañana del 10 de abril de 1919, Zapata rodeó la hacienda con sus hombres. Durante un par de horas platicaron y fumaron cigarrillos, mientras veían que no ocurría nada, tanto dentro como afuera, que pudiera levantar sospechas de una traición.

   Zapata se acercó sonriente a sus generales Ceferino Ortega, Muñoz y Feliciano Palacios, que fumaban plácidamente recargados en la fresca sombra de un frondoso huizache.

   —Palacios, entra a ver a Guajardo. Observa y ve cualquier señal de peligro. Se acerca la hora de la comida y no está mal echar un último vistazo. Tú sabes, no vaya a ser la de malas.

   —Descuida Miliano. Yo huelo el peligro a kilómetros y sé que aquí no hay problema. Si nos quisieran tronar, lo hubieran hecho desde que llegamos. Tú crees que te iban a dar chance de tomar el solecito aquí ajuera, jumando tu cigarrito como sin nada.

   —No, pus sí. Anda ve y checa lo que te dije, de todos modos.

   Dentro de la hacienda, Palacios platicó con Guajardo, que como señora que orgullosamente hubiera preparado la comida, urgía a los comensales  a entrar.

   Palacios, convencido de que todo cuadraba para una emotiva ceremonia de bienvenida a Zapata con todo y Guardia de Honor, salió sonriente  para hablar con su general.

   Todo en orden Miliano. La comida está lista y no se ve ninguna cosa sospechosa o rara. En verdad te organizaron todo un evento en tu honor.

   —Pues entremos, que ya hace hambre.

   A la 1:45 pm, Zapata, junto con diez jinetes más se encaminó sobre el cabriolado  “As de Oros” hacia la puerta principal de la hacienda, para encontrarse con el coronel Jesús Guajardo. Como siempre, por precaución dejó a un grupo numeroso de hombres con las carabinas enfundadas, bajo las frescas sombras de los árboles, fumado y contando chistes e historias del lugar.

   —No se traguen todo cabrones, que aquí también hace hambre —gritó bromeando uno de sus hombres, con una ramita en la boca.

   Zapata entró al frente  del grupo.  A los lados de la entrada se encontró con  la guardia de honor flamantemente uniformada,   lista para orgullosamente rendirle los merecidos honores a generales de altísimo rango como él. Al frente, en el centro del soleado patio, se encontraba de pie el coronel Jesús Guajardo junto con tres de sus hombres, con caras sonrientes al ver llegar a su nuevo aliado, el Gengis Kan del Sur, Emiliano Zapata.

   Tres veces sonó el clarín, como saludo de honor al heroico general. Al terminar el tercer saludo, la guardia de honor disparó dos veces a quema ropa contra el general Zapata y sus hombres, sin darles tiempo de siquiera sacar sus armas. Emiliano fue acribillado, intentando por reflejos llevarse la mano al cinto para luego caer pesadamente sobre el piso del patio de la hacienda para no levantarse jamás. Los hombres que esperaban  afuera al general, huyeron al salir los militares en su persecución.

    Horas después el abotagado cuerpo de Zapata fue morbosamente exhibido en Cuautla para que todo mundo viera y supiera que el Atila del Sur había muerto. Los incrédulos periodistas y la gente se retrató con el cadáver para dejar testimonio en la historia de que ahí finalmente yacía el cuerpo inerte del máximo líder guerrillero de Morelos.

   —Nos quieren hacer pendejos, Fausto —le dijo un campesino a otro frente al cuerpo de Zapata.

   —¿Por qué lo dices, Timoteo?

   —A Miliano le faltaba un pedazo del dedo chiquito de la mano y este güey los tiene completos. De niño se lo cortó con la reata cuando lazó un potro. Además también le falta el lunar en la cara, cerca de los ojos.

    Fausto se acercó incrédulo hacia el cuerpo congestionado y hasta tocó tímidamente la mano del cadáver, ante la mirada reprobatoria de un gendarme.

   —Si cierto Timoteo. Este güey no es Zapata. ¿Tonces ónde andará el verdadero Miliano?

   —Eso nunca lo sabremos, Fausto. O regresa a piliar con nosotros o se esconde pa siempre hasta morir de viejo en un ranchito, perdido en la sierra de Guerrero.

Alejandro Basáñez Loyola

“México Desgarrado” de Ediciones B

Alejandro Basáñez Loyola

 

Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum.  

 

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