Para la doctora Couvillier y su nieto.
Sé que el puro título sobra y basta para que nos santigüemos aterrados, ofendidos o enfurecidos, ya que en la década actual defender el capitalismo o, peor aún, el autoproclamarse como capitalista es peor que confesar nuestra lealtad al príncipe de las tinieblas en plena inquisición española. Pero como yo tengo fama de hereje, pues lo digo con mi habitual descaro y a todo pulmón: soy terrible y totalmente capitalista.
La aportación económica más importante del milenio pasado, fue sin duda la afirmación de un principio tan verdadero como obvio: yo, como adulto y presunto poseedor de juicio propio, soy soberano de mí mismo: de mis acciones y de mi tiempo y, por lo tanto, si así lo determino, puedo intercambiarlos contigo si tanto tú como yo así lo deseamos. Para ejemplificar lo anterior digamos que puedo darte una hora de mi tiempo, que es lo que tardo en lavar tres de tus autos, a cambio de cien pesos. ¿Cómo ves? ¿En serio se te hace tan diabólico nuestro hipotético y consensual convenio comercial? Pues lo sería si yo te los dejara mal lavados o si tú decidieras sólo darme diez pesos aun sabiendo que yo sí cumplí con mi parte del trato; pero si ambos cumplimos con nuestro compromiso para con el otro, ¿en verdad es lo anterior digno del séptimo círculo del infierno? Pues me temo que, si tu respuesta fue no, ya has sido infectado con el virus de los malditos opresores y explotadores de los proletarios del mundo; en otras palabras, bienvenido al club de los apóstatas, mi cerdo y maquiavélico socio capitalista.
El capitalismo es realmente la gema invaluable que el liberalismo ilustrado le brindó al mundo en materia económica hace unos cuantos siglos (aunque cabe recordar que esta joya filosófica ya nos había sido ofrecida, durante el Medievo, por los visionarios escolásticos tomistas emanados de la Universidad de Salamanca por medio de sus impecables teorías sobre el origen del valor de las cosas). Honestamente no es negocio el estar en contra del capitalismo, porque el hacerlo implica un terrible y auto destructivo acto de censura en contra de nuestras propias libertades. O sea, de la transacción anteriormente mencionada, ¿qué te molesta? ¿darme tan sólo cien pesos en vez de doscientos? Bueno, pues entonces no me des nada, que a mí no me da la gana recibir más de lo que cobro como lava carros y tú no puedes obligarme a aceptarlos, así como a ti tampoco nadie puede obligarte a no ofrecerme los 200 o sólo 50 o los pesos que se te dé tu regalada gana. Y es que ya lo dijo un brillante abogado contemporáneo egresado de Harvard y de cuyo nombre no quiero acordarme: el capitalismo es equiparable al sexo consensuado entre dos adultos; el socialismo, a una violación. (Shapiro). Fuertes declaraciones, ¿no crees? Pero veamos: si a ti y a mí, en pleno uso de nuestras facultades mentales, se nos da plenamente la gana de llevar a cabo el trato anteriormente mencionado y el “bien intencionado” gobierno nos obliga a no realizarlo so pena de cárcel o muerte en contra de ambos, ¿no se nos estaría VIOLANDO arbitrariamente un derecho inalienable que tanto tú como yo poseemos? –Pero es que se los estoy prohibiendo por su bien-, nos diría el “bien intencionado” gobierno; a lo que nosotros responderíamos: -papito gobierno, ya ambos estamos grandecitos como para que nos digas qué demonios hacer con nuestras propias vidas, así que gracias, papi, pero no gracias-. Porque una cosa es que la autoridad competente me encarcele o me mate por haber tomado tus cien pesos sin haber lavado tu carro y otra que simplemente me entambe sólo por habértelos cobrado, quesque porque es mucho dinero (o muy poquito) o, en el peor de los casos, que me encierre o me asesine porque no se me dio la gana de lavarte el auto por la razón que sea. Así que ya lo sabes: en materia económica, así como en la música sinfónica, hay aquellos a los que nos gustan los duetos (o los tríos, ya según la religión de cada uno, verdad) y a los que simplemente les gusta el “violín” así, a secas. Y tú, ¿en cuál de las dos secciones de la orquesta tocas, mi estimadísimo?
Por Carlos Guridi Canizales