A las diez de la noche, del 22 de febrero de 1913, como el espectro de la muerte con su filosa guadaña, entró a la intendencia de Palacio Nacional el cabo de rurales Francisco Cárdenas, acompañado de uno de sus sicarios. Cárdenas mostró a los guardias una orden de traslado de Madero y Pino Suárez a la Penitenciaria del Distrito Federal. Cárdenas esperó unos segundos en la puerta de la intendencia junto con un piquete de soldados para ser recibido por el teniente Rafael Pimienta.
—Todo en orden cabo Cárdenas —dijo Pimienta al revisar el documento—. Los señores pueden ser trasladados a la Penitenciaria. Démosles unos minutos para que preparen sus cosas y partan con nosotros. —Está bien teniente.
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La mirada del cabo Cárdenas era la mirada natural de una fiera asesina. No sostenía la mirada al hablar y vestía como cualquier caporal de hacienda que sale a regañar a sus hombres. Los tres prisioneros al ver entrar a Pimienta se incorporaron esperando alguna noticia positiva.
—Agarren sus cosas que nos vamos en diez minutos.
—¿Adónde nos llevan? —preguntó Felipe Ángeles.
—Sólo el señor Madero y Pino Suárez. Tú te quedas aquí Ángeles.
Los tres se miraron desconcertados, entendiendo que el final estaba cerca y que Felipe había sido perdonado, quizá por pertenecer de un modo otro al ejército de Porfirio Díaz. Madero con los ojos aun hinchados por tanto llorar por la muerte de su hermano, se vistió rápidamente para enfrentar su destino. Al salir abrazó a su entrañable amigo Felipe diciéndole:
—Adiós mi general, nunca volveré a verlo.
—Adiós Pancho. Todo saldrá bien, ya verás —odiaba decir lo que no sentía.
—¡Hasta pronto! —dijo Pino Suárez con un cálido abrazo.
—Que todo salga bien y lleguen pronto a Veracruz.
Felipe Ángeles se quedó solo en el frío salón de la intendencia. El silencio era impactante, como si fuera cómplice de lo que se avecinaba.
—¿Adónde nos llevan? —preguntó Madero nervioso, estirando más la cabeza, tratando de ver por dónde circulaban.
—¡Ya cállate cabrón, sino quieres que te parta tu madre antes de llegar a tu destino! —le gritó el capitán Francisco Cárdenas, mirándolo por el espejo retrovisor. El esbirro de al lado de Madero sonrió divertido. Madero calló, intimidado. «Hasta un pelado como este se olvida quien soy», pensó humillado. La noche estaba nublada y le tenebrosidad era impresionante. Al llegar a la puerta principal de Lecumberri, les fue indicado que debían entrar por el otro portón en la parte posterior del edificio. Al dirigirse hacia la otra puerta del edificio, los dos vehículos inexplicablemente se detuvieron.
—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó Madero nervioso.
—¡Bájate cabrón! —ordenó Cárdenas.
Madero descendió tímidamente del vehículo. Impresionado miró al espantoso edificio de Lecumberri. Un frío intenso caló sus huesos sólo de imaginar que podría terminar sus días ahí. De pronto sintió una a sensación extraña de calor en su cabeza, acompañada de un extraño silencio. Madero había recibido dos certeros impactos de bala en la parte trasera de su cerebro. Al caer moribundo al suelo, su último pensamiento fue para Sarita. Pino Suárez también había descendido del Peerles, y al ver que Madero había sido balaceado, corrió como pudo tratando de escapar de la muerte. Rafael Pimienta ya estaba listo con la carabina en la mano y disparó varias veces, pero con tan mala puntería, que el vicepresidente corrió herido cayendo en una zanja, rompiéndose una pierna. Dentro del socavón gritó aterrado, mientras en el borde del mismo Pimienta y los otros le dispararon varias veces a quema ropa acabando con su vida.
—Ahora disparen varias veces a los coches. Esto tiene que parecer como una balacera entre enemigos de Madero y nosotros —espetó Pimienta satisfecho por la misión.
Cárdenas sólo pensaba en las buenas cantinas y putas que se tiraría con el dinero que se acababa de ganar. Los cuerpos fueron subidos al Protos y llevados al patio de la penitenciaria. El celador corrió por un sarape para que sobre él pusieran los cadáveres. Al tratar de ayudar y ver a los dos cuerpos encimados, se echó para atrás asustado. La ensangrentada cara de Madero, sobre el cuerpo de Pino Suárez, se veía claramente iluminada por una de las lámparas del patio.
—¡Santo Dios! Es el presidente —y se persignó varias veces asustado.
—¡Apúrale cabrón! —le gritó Pimienta— que no te pedimos ayuda pa´que lo identifiques sino pa´que los bajes.
—Sí, señor.
El cuerpo del mártir de Palacio cayó pesado, sonando como un costal sobre el sarape. En unos cuantos segundos un mapa siniestro de color rojo se empezó a dibujar sobre la absorbente tela, junto a la cabeza del ex presidente. Después, junto a él, cayó el de José María, que sangraba por todos lados al haber recibido varios impactos de bala. El celador al terminar quedó embarrado en sangre como un ordinario destazador del rastro de la ciudad. En el patio de la penitenciaria, dos improvisadas fosas habían sido cavadas para dar sepultura a los ex mandatarios. La profundidad de ambas no pasaba del metro, y aunque Madero cupo bien, a Pino Suarez le tuvieron que romper las piernas a garrotazos para que entrara y ajustara bien en su improvisado sepulcro.
—Y pensar que hace una semana estos dos cabrones eran como Zeus, y ahora velos, hasta una meada sobre ellos me puedo echar sin pedo alguno —dijo Rafael Pimienta con sarcasmo.
—Yo sentí más chingón cuando me chingué a su hermano Gustavo. Ese pinche tuerto me cagaba por presumido y mamón —espetó Cecilio Ocón.
Atrás de ellos terminaba de fumarse satisfecho su cigarro el cabo Cárdenas. Su chamba era de asesino, no de sepulturero.
Minutos después en Palacio Nacional, los asesinos anunciaban a Huerta su exitosa misión.
—¡Bola de pendejos! —gritó Huerta furioso—. Desentierren esos cuerpos y déjenlos presentables para que las autoridades den su fe en los hechos. Tienen que haber autopsias y fotografías. No quiero que se nos culpe de esos asesinatos. Hay que guardar las formas y los detalles.
—Perdón, señor. Ahorita mismo los exhumo y los llevo a lavar —dijo Blanquet muerto del susto.
Los cuerpos fueron exhumados y llevados a la enfermería del penal. Los cadáveres estaban llenos de lodo y costras de sangre. Con mangueras a presión fueron varias veces minuciosamente lavados, hasta no quedar una sola huella de lodo y sangre. Madero presentaba dos impactos de bala en la cabeza y Pino Suárez trece. Las ropas de Madero no presentaban ni un solo orificio de bala. Las de José María parecían una coladera. El celador que había ayudado a bajar a Madero al llegar a la penitenciaria, ahora se horrorizaba con el diminuto cuerpo desnudo de Madero. El ver sus partes íntimas a detalle lo consternaba. Eso era algo imposible. Ese era el ex presidente de México y ahora hasta el pene le lavaba con agua para que quedara limpio. ¡En que extraño país le había tocado vivir! Casi amanecía cuando los cuerpos fueron presentados al anfiteatro para que se diera fe de los hechos. Afuera del edificio, Aureliano Blanquet sonreía satisfecho. Todo había salido bien. Su nombramiento como Secretario de Guerra, estaba asegurado.
México en Llamas Ediciones B
Alejandro Basáñez Loyola
Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum.