Por: Alejandro Basáñez
Marcela despidió a Roberto en su viaje hacia el altiplano con los emperadores de México. Resignada de no poder acompañarlo en su viaje a la capital, se hizo a la idea de mejor cuidar su negocio y esperar noticias de él. Sabía también que Sebastián andaba en el puerto, deseoso de ver a su hijo y eso la alentaba un poco. Aunque amaba a los dos hombres, don Sebastián ocupaba un lugar más preponderante en su corazón. Él era el padre de su hijo y no la descuidaba en ningún momento. Roberto era la juventud, la aventura y la locura. Sebastián era la tranquilidad, la paternidad y el sabio consejo.
Un hombre singular llegó al café exigiendo amablemente un café negro bien cargado. El hombre era un francés de cincuenta años que había sido nombrado por Aquiles Bazaine como jefe de la contraguerrilla francesa. Los republicanos hacían guerrillas y asaltos en Veracruz, Tamaulipas y Puebla contra los franceses. Bazaine decidió poner una fuerza de ochocientos hombres bajo las órdenes de un coronel, que había exitosamente sobresalido en las guerras de represión de Argelia y China. El ejército de Du Pin se componía de mercenarios extranjeros de varias nacionalidades, que veían en esta aventura, la oportunidad de oro para saquear, violar y abusar de los mexicanos indefensos en los poblados de Tamaulipas y Veracruz.
—Buenos días, madame.
Du Pin vestía un sombrero de ala ancha, lleno de condecoraciones y medallas adheridas al mismo, muchas de ellas de oro y plata. Pequeñas medallas doradas colgaban del sombrero dándole un toque extraño y pintoresco. El francés era alto, robusto, de ojos azules de mirada penetrante y nariz larga como de ave de rapiña; su blanca barba tipo Moisés bíblico lo hacía ver como un hombre de respeto. Vestía una casaca roja, con muchos alamares dorados que hacían juego con el sombrero. Usaba pantalón blanco ajustado, con botas largas color café tipo mosquetero. Un espada a la cintura que arrastraba en el suelo al estar sentado, junto con dos pistolas al cincho lo hacían atraer la mirada de los clientes del lugar. Du Pin no se confiaba de la gente, teniendo por precaución cinco zuavos cuidando la entrada del Café.
—Buenos días, Monsieur, ¿Qué le traigo?
Du Pin miró respetuoso a la dueña del negocio. Aunque el francés era ya famoso en tierra caliente por sus asesinatos y salvajes técnicas de represión, en público se comportaba como un hombre serio y respetuoso.
—Tgaime unos huevos con jamón, jugo y café bien cargado. Pagto para Tampico en una hoga y necesito comer bien.
Marcela regresó en cinco minutos con lo que le pidió el coronel francés. Estaba acostumbrada a tratar con franceses desde la toma de Veracruz en enero del 62. Du Pin, salvo su modo pintoresco de vestir, no era ninguna novedad para ella.
—Me dicen que egues la dueña de este negocio.
—Los soy, Monsieur. Soy Marcela Caldera y mi pareja es un hombre que trabaja con el imperio.
Los azules ojos de Du Pin se abrieron con interés al escuchar esto. Con tranquilidad fumó su puro para preguntar:
—¿Quién es tu pagueja? ¿Lo puedo saber?
Marcela sonrió divertida. Tratar bien al cliente era la base de su negocio. Du Pin se le hacía galante y divertido.
—Se llama Roberto Palencia y viaja en estos momentos con los emperadores rumbo a Córdoba.
—Integuesante. Lo conocí en este viaje. El coronel nos vende habanos como este. Deliciosos por cierto.
—¿Y usted que pitos toca aquí, coronel?
Du Pin se quedó sin entender lo que Marcela le preguntaba. Ella notó su desconcierto y con otra sonrisa le preguntó de nuevo:
—¿En qué ayuda usted a Maximiliano en México?
—¡Ah! Soy el coronel Du Pinel, jefe del ejégcito de mercenarios que combate a los rebeldes de Juáguez en Veracruz y Tamaulipas.
Marcela lo miró con interés. Du Pin era un hombre atrayente para la jarocha. Era el primer francés de alto rango con el que platicaba.
—¿De veras creen ustedes que van a conquistar México, coronel? No porque estén en un pueblo donde huye la gente por su presencia, significa que dominan el país. Al salirse ustedes, regresan los pobladores originales y ni quién los recuerde. Se necesitarían millones de franceses para dominar México. Ustedes son unos cuantos miles, ¿cómo piensan hacerlo?
Du Pin bebió de su café y dio una larga fumada a su habano. Sus ojillos azules no perdían detalle de la belleza de la mexicana.
—Es usted muy inteligente, madame. Solo cuando el pueblo nos acepte, segá cuando en verdad dominemos México. Mientras haya guerrillas que combatir, nunca seguemos dueños del país. Mi trabajo es precisamente acabar con esas guerrillas, paga traer paz y tranquilidad al impeguio.
—Pues le deseo suerte con su misión, coronel. Créame que la va a necesitar.
—Gracias, madame. Es usted muy linda. Si necesita algo de mí en un futugo. Por favog no dude en buscarme. Será un placer ayudarla.
—Gracias, coronel Du Pin. Uno nunca sabe.
Los dos estrecharon amablemente sus manos.
Tomado de Juárez, ante la Iglesia y el Imperio, de Alejandro Basáñez, Lectorum
Autor de las novelas de Ediciones B: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Kuntur el Inca” de Editorial Lectorum.
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