Historia de México Jóvenes Socio-política

El niño mártir de Sahuayo

Comparte

Al día siguiente, 10 de febrero de 1928, el niño cristero José Sánchez del Río es sacado de la parroquia que fungía como cárcel  y es trasladado al cuartel, donde lo espera su amigo Regino, como un prisionero más en una amplia celda.

   —¡Regino! ¿Por qué te tienen aquí?

   —El diputado me descubrió, Pepe. Mañana me ejecutan.

   —Dios nos manda este suplicio porque nos necesita a su lado, Regino. Es necesario que muramos, como Él murió en su cruz para que ellos se den cuenta de la magnitud de su pecado y recapaciten.

   Regino no sale del asombro ante las sabias palabras de un niño diez años más joven que él, que afronta la muerte con una sonrisa y optimismo que asustan.

   —Te admiro, Pepe. No sé quién eres ni quien está dentro de ti, pero eres un muchacho excepcional. Si en verdad existe un Dios arriba de nosotros,  él  te jalara con su mano a su lado.

   José toma a Regino con su mano para animarlo. La mirada llena de dulzura y amor del niño cristero impresiona tanto a Regino que jamás la olvidará.

   —Soy un instrumento del Señor para crear conciencia en los pecadores, Regino. Mi sangre fertilizará la tierra, donde nacerán mejores cristeros que nosotros. Ningún ejército humano le ganará la guerra a Dios.

   Un par de horas después la puerta de la celda se abre, sacando al niño cristero y dejando a Regino en su interior.

   Los soldados ríen entre si maliciosamente, como si estuvieran de acuerdo en algo. Minutos después Regino sería llevado al panteón a presenciar el martirio de su amigo.

   —¿Adónde me llevan? —preguntó José.

   —Nos vamos a ir caminando hacia al panteón, cabroncito, donde ya tenemos lista tu tumba.

   José los miró estoico esperando lo peor.

   —¡Vamos!

   —Sí, pero tú te iras descalzo, pendejo.

   El soldado golpea salvajemente a José con una patada en la cara. Al caer el niño al suelo es volteado bocabajo, sentándose el capitán en su espalda mientras  otros dos compañeros sujetan al niño. El capitán saca su cuchillo, y como si rebanara dos láminas de jamón, desprende las sangrantes plantas de los pies del mártir de Sahuayo, haciéndolo gritar de dolor. El color se va del rostro de Regino al contemplar el inicio de este suplicio. El perverso padrino desde lejos contemplaba la escena complaciente.

   —¡Camina pendejo, que no tenemos tu tiempo!

   Joselito intenta incorporarse pero el agudo dolor y el sangrado lo hacen caer de nuevo.

   —Que te pares, cabrón. Nadie te va a cargar hasta tu tumba. Llegaras allá con tu propio pie.

El pueblo se arremolina en las calles, asombrado al ver al niño sacar fuerzas desconocidas para caminar y dejar huellas sangrientas sobre el empedrado de la calle que conducía al panteón.

   —¡Viva Cristo Rey! —repetía Joselito sin cesar, como para anestesiar el punzante dolor que lo atormentaba.

   Los padres de Joselito lloraban desesperados al ver a su hijo. Era su obligación estar con él hasta el final. Regino llora también, al sentir el dolor de su amigo como propio.

   Entre caídas y levantadas, Joselito llega al borde de su tumba en el panteón del pueblo. Parado en la orilla de la fosa, con el rostro ensangrentado y los pies deshechos grita, como sacando fuerzas de la nada:

   —¡Viva Cristo  Rey!

   —¿Renuncias a ser cristero? —pregunta de nuevo el capitán, como dándole la última oportunidad— ¡Grita muera Cristo Rey y a lo mejor te perdono! Anda cabrón. ¡Hazlo!

   —¡Ya veo a Cristo! ¡Ya veo a Cristo!

   Los guardias miraron asombrado hacia donde dirigía sus emocionados ojos el mártir de Sahuayo.

   —¿Qué ven pendejos? —Grita el capitán— Si ahí no hay nada.

   El capitán hundió su bayoneta en un hombro del muchacho, con la intensión de torturarlo. Los otros soldados hicieron otro tanto con sus cuchillos, en las  piernas y brazos del mártir cristero.

   Joselito cae bocarriba junto a la fosa, con un gesto extraño de placer y felicidad, como si viera algo que lo reconfortara y sirviera como bálsamo a su pasión.

   Los soldados de la tropa se echan para atrás asustados. El capitán endurece su gesto, perdiendo la paciencia.

   —¡Viva Cristo Rey!

   —¡Muérete ya, si así lo quieres, pendejo!

   El capitán reventó la sien del pequeño José con  una  bala de su rifle.

   Se hizo un silencio sepulcral, al caer el cuerpo del pequeño en el fondo de la fosa, empujado por la lodosa bota del capitán.

   Regino sintió ganas de estrangular al capitán con sus propias manos, cuando un pequeño de siete años distrajo su atención al verlo sollozar en el suelo,  asustado  por  haber visto el martirio de su amigo José Luis. Regino conmovido lo levantó para reconfortarlo:

   —¿Cómo te llamas niño?

   —Marcial.

   —No llores, Marcial[1]. Pepe[2] ya está con Dios. ¡Él ya está con Cristo!

   El sollozo de la madre de Joselito hacía más triste el fatal desenlace. La vida del mártir de Sahuayo nacía de nuevo en el paraíso de Cristo. 

[1] Este niño con los años se convertiría en el padre Marcial Maciel, (1920-2008), el fundador de los Legionarios de Cristo. Acusado de pederastia al final de sus días.

[2] José Sánchez del Río. Beatificado junto con otros doce mártires cristeros por el papa Benedicto XVI, el  20 de noviembre del 2008.

Alejandro Basáñez Loyola

“México Cristero” Ediciones B

Alejandro Basáñez Loyola

 

Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum.  

 Facebook @alejandrobasanezloyola          

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *