Por: Alejandro Basáñez
Eran las siete de la noche del 26 de octubre de 1817, Orrantia se encontraba en Silao, sumido en la decepción por haber pasado otro día más sin dar con Francisco Javier Mina. De pronto recibió la sorpresiva visita del capitán José Mariano Reynoso, subdelegado de Silao.
―Mi coronel, un padrecito de aquí me acaba de informar que se topó con Mina y su gente con rumbo al Rancho el Venadito. Es un hecho que pasarán la noche ahí. No podemos desaprovechar esta oportunidad de caerles encima.
―¿Está seguro de lo que dice, capitán?
―Tan seguro como que si les caemos en la madrugada por sorpresa, mataremos dos pájaros de un tiro al agarrar en calzones a Mina y Moreno, mi coronel.
Orrantia dibujó una risa siniestra en su rostro. La fortuna parecía guiñarle un ojo.
―En media hora partimos con quinientos de mis mejores hombres, capitán. Esta oportunidad no la dejo pasar por nada del mundo. Le juro que si los atrapo, veré que sea debidamente recompensado por el valioso dato que me acaba de dar.
―¡Que así lo quiera Dios, mi coronel!
Minutos más tarde partieron con quinientos hombres, la compañía del teniente coronel Anastasio Bustamante y el teniente graduado Pedro María Anaya (futuros presidentes de México). Así, sin detenerse y sin ser visto en el camino, Orrantia y su gente llegaron al Rancho el Venadito en la madrugada del 27 de octubre de 1817. Descansaron por algunos minutos para que la luz del amanecer les mostrara bien el terreno donde atacarían.
Apenas despuntó el sol entre las montañas a todo galope avanzaron tres columnas con ciento veinte dragones del cuerpo de la frontera, bajo las órdenes del teniente coronel José María Novoa, hasta en unos minutos alcanzar el campamento y la casa donde descansaban Javier Mina y Pedro Moreno.
Sumidos en el desconcierto y la confusión, los insurgentes intentaron escapar por donde fuera posible, unos se internaron entre la vegetación de la barranca que se ubicaba tras de la casa, otros, sin ni siquiera armas en la manos por la sorpresiva invasión, simplemente levantaron los brazos rindiéndose.
Mina despertó con el corazón saliéndosele de pecho al escuchar los primeros disparos y gritos de los invasores, pero estando en calzones y desarmado, no pudo hacer mucho más que huir con algunos hombres fuera de la troje. Un jovencito negro de Nueva Orleans que fungía como su ayudante, pudo increíblemente ensillarle su caballo y ponerle armas en la silla de montar, pero Mina corrió para otro lado, perdiéndose esta magnífica oportunidad de escabullirse.
Don Pedro Moreno estaba en las mismas que Mina, corriendo con tan solo un pantalón encima con espada en mano, logró ocultarse en una cueva cercana de la casona junto con Mauricio, su asistente. Estando escondidos ambos, Moreno mandó a Mauricio a que le trajera su caballo para juntos escapar.
Mauricio heroicamente encontró el caballo entre ese desbarajuste, y cuando se dirigía de regreso a la cueva fue apresado por los realistas, quienes al reconocerlo lo obligaron a confesar el sitio donde lo esperaba su jefe.
Moreno, espiando entre las rocas y maleza todavía alcanzó a ver como Mauricio señalaba el sitio donde se ocultaba, y al ver venir a los realistas mejor decidió vender cara la derrota luchando hasta morir, antes que caer prisionero. Los realistas intentaron apresarlo con vida, pero el insurgente los rechazaba valientemente con su espada, por lo que después de herir a tres de ellos, un soldado realista le puso un balazo en la frente que lo mató al instante. El mismo hombre festejando su buena puntería se acercó al inerte cuerpo y de un certero machetazo le cortó la cabeza, llevando la sangrienta testa al impaciente coronel Orrantia, quien esperaba ansioso el resultado del ataque sorpresa.
Javier Mina intentó escapar como Pedro Moreno, corriendo hacia la barranca, pero fue alcanzado y lazado por el dragón realista José Miguel Cervantes, el cual no supo la clase de hombre que había atrapado, por no llevar puesto su uniforme militar con sus insignias.
El mismo Mina, al ver su desplante de violencia con fusil en mano, le confesó quién era y pidió que protegiera su vida. El asombrado soldado, valuando la magnitud de su recompensa, lo amarró a un árbol y mandó a un compañero a que trajera a Orrantia. El coronel realista apareció minutos después y se dirigió hacia donde Mina se encontraba atado:
―¿Éste es Mina?
Mina giró la cabeza molesto para responder:
―¿Éste es Orrantia?
Orrantia se bajó del caballo y caminó burlonamente hacia el cautivo.
―Sí, lo soy, mientras que tú eres una vergüenza para España, perro traidor. Mira que tomar las armas para matar a soldados del rey.
―Ese rey del que hablas es una marioneta que se dejó humillar por Napoleón. Yo al menos luché contra los franceses, no me la pasé encarcelado y humillado en Francia.
―¡Calla insensato que te tengo una sorpresa!
Frente a ellos aparecieron dos soldados realistas con la cabeza de Pedro Moreno colgando de una reata, tinta en sangre. Los ojos de Mina se abrieron desmesuradamente ante el trágico final de su fiel amigo.
―Como la cabeza de tu compañero, después de fusilarte por detrás por traidor a España, se verá la tuya sobre una pica.
Javier Mina contestó con sarcasmo y rebeldía:
―Si diez vidas tuviera, las mismas me podría quitar, antes que someterme a un mequetrefe como usted y el virrey.
―En verdad que me sorprende tu altanería y falta de respeto ante la figura del rey. Te haré tragar tus palabras maldito traidor, hijo de puta.
Orrantia desenfundó su sable y después de propinar una brutal patada en la cara de Mina, lo golpeó varias veces de canto con la espada en espalda, brazos y piernas. Mina escupió un gargajo sanguinolento, donde dos dientes salieron volando.
―Mátame mejor, puta del virrey… tus insultos y golpes no me hacen mella.
Un nuevo sablazo en la cara lo hizo callar por algunos segundos. Una banda morada apareció en la mejilla izquierda del navarro.
―Siento haber caído prisionero; pero este infortunio me es mucho más amargo por estar en manos de un hombre que no respeta el nombre de español ni el carácter de soldado.
La noticia de la aprehensión de Mina se festejó con júbilo en el bando español; Orrantia fue ascendido a coronel efectivo; al soldado que capturó a Mina se le ascendió a cabo y se le concedió una gratificación de 500 pesos; cada uno de los soldados de la división fue debidamente recompensado con el uso de un escudo conmemorativo, y al virrey Apodaca, el rey de España le concedió el título de Conde del Venadito.
A las cuatro de la madrugada del 11 de Noviembre de 1817, Mina fue conducido al cerro del Bellaco para su fusilamiento. Ahí dejó la vida el navarro, por buscar la independencia de México; al igual que Pedro Moreno, cuya cabeza fue exhibida en una pica en Lagos durante tres meses.
Pedro Moreno es considerado como uno de los más grandes insurgentes jaliscienses, y en su honor, el 9 de abril de 1829 se rebautizó a la localidad de Villa de Santa María de los Lagos, como Lagos de Moreno.
Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca”; “Santa Anna y el México Perdido”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Juárez ante la Iglesia y el Imperio” y “Kuntur el inca”.
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