Martín Cortés fue conducido al salón dentro del Palacio Virreinal, donde sería sometido a la tortura de los cordeles y el agua. El cuarto había sido especialmente adaptado para recibir a su importante invitado.
Martín se encontró con un cuarto con un tálamo de metal con orificios y rendijas en su superficie lisa. A un lado se encontraba un recipiente de barro lleno de agua y una caja de madera con cuerdas de cuero.
Un embudo metálico con forma de cuerno le erizó la piel, al imaginarse para que sería utilizado. Un juez con mirada de demonio le dijo que contemplara el instrumento de tortura al que sería sometido.
—Te daré diez minutos para que contemples el instrumento de tortura que te arrancará verdades que ni tú mismo imaginas. Si eres un hombre sensato, como sé que lo eres, evitarás la vergüenza de ser sometido a él.
Solo dinos que sí había un complot para derrocar al virrey y quienes eran tus cómplices y quizá seas librado de tamaña infamia. Eres un hombre de alta alcurnia y nivel social como para permitir que esto se te aplique en tu digna persona.
El Mestizo no movió un solo músculo de su cara. Con serenidad ejemplar solo respondió:
—Ya les dije que no sé de ningún complot contra el virrey, y mucho menos conozco a gente involucrada en ello. Pierden su tiempo en tratar de amedrentarme. Pueden matarme sin quieren. De mis labios no escucharan absolutamente nada.
—Regreso en diez minutos con tus torturadores. Espero que para entonces ya hayas cambiado de parecer.
El juez lo dejó solo con dos guardias en la puerta. Con un sudor frío contempló el diabólico invento con el que solo Dios sabía cuántos hombres habían sido ahogados y descoyuntados.
En esos diez minutos, que parecieron un minuto, repaso toda su vida y la razón por la que se encontraba ahí. Sabía bien que todo era culpa de su hermano el marqués, por no haber puesto un alto a ese peligroso coqueteo con la corona de la Nueva España.
Ahora él se encontraba a salvo en España, pero aun sí, el Mestizo podría hundirlo si confesara todo lo que sabía del complot golpista. La carta de la confesión llegaría a España en un par de meses y el marqués sería juzgado de inmediato por el rey.
Sentado sobre el frío metal de la plancha de tortura, meditaba sobre la posibilidad de decir todo lo que sabía y tratar de salvarse. Ahondando un poquito más en el asunto, sabía que jamás lo haría. Además de ser un honorable caballero de la Orden de Santiago, era un Cortés y un Cortés primero se muere, que delatar a un familiar.
Por la puerta de la celda aparecieron dos hombres siniestros, eran Juan Navarro y Pedro Vaca: los torturadores oficiales de la corona, asignados para arrancar la verdad a toda costa al Mestizo.
Detrás de ellos aparecieron tres jueces, y en la puerta quedaron los guardias oficiales vigilando. Los jueces después de saludar fríamente al Mestizo, tomaron asiento en tres sillas junto al aparato de tortura y ordenaron a los torturadores que desnudaran completamente al Mestizo.
Martín cooperó con ellos, sintiendo el frío de invierno sobre su cuerpo desnudo, aumentado por las frías y húmedas celdas, en las que nunca penetraba un rayo de sol.
Martín fue atado de las manos y dejado frente a los jueces por varios minutos. Los jueces lo ignoraban revisando y firmando papeles, como si fuera un plan premeditado para humillarlo por su desnudez e indefensión.
—¡Don Martín Cortés Malintzin!
—Sí, señores.
—¿Tiene algo nuevo que agregar en su defensa para detener el suplicio que se le viene?
—No, señores. He dicho toda la verdad y el Señor es mi testigo.
Uno de los jueces con nariz ganchuda y ojos vidriosos no perdía detalle del miembro del Mestizo. Lo exploraba con sus ojos lascivos de pies a cabeza. Una traicionera erección abultó incómodamente su túnica.
—¡Adelante señores! —indicaron los jueces a los torturadores.
Los torturadores colocaron al Mestizo bocarriba sobre la fría plancha. De sus muñecas partía una cuerda que le jalaba los brazos hacia arriba de su cabeza. Cada una de sus piernas fue extendida en V, y ambas fueron estiradas a lo máximo, arrancando un ah de dolor en la víctima.
De los orificios y rendijas de la plancha metieron y sacaron largos cordeles que fueron rodeando piernas y brazos del estoico mártir. Cada uno de los dedos de los pies fue sujeto por unas cuerdas más finas que las de los tobillos y piernas.
Por debajo de la plancha amarraban los cordeles en garrotes de acero, que al girar apretaban más y más las cuerdas, hasta hundirse en las carnes amoratadas de la víctima.
Entre cada giro de los garrotes, las cuerdas se hundían en la carne, arrancando respiros ahogados en el Mestizo. Los dedos de los pies se descoyuntaron ante la presión ejercida, provocando un dolor inmenso en el valiente Mestizo.
Las cuerdas más grandes amorataron sus músculos hundiéndose en la carne lo suficiente para enloquecer a la víctima. Las muñecas, hombros y tobillos se descoyuntaron por igual, ante el estiramiento máximo de su fuerte cuerpo, ocasionando un desmayo de varios minutos en el Mestizo.
El juez degenerado que se extasiaba mirando los genitales del Mestizo, llegó secretamente al éxtasis bajo su negra túnica.
El Mestizo recobró el sentido y de nuevo, entre tosidos y palabras ahogadas, dijo que ya había dicho todo lo que tenía que decir y Dios era su testigo.
El juez de rostro de buitre ordenó que prosiguieran ahora con el tormento del agua. El aparato de tortura fue levemente inclinado para que la cabeza de la víctima quedara abajo del nivel del cuerpo.
Un embudo con forma de cuerno fue introducido en la boca del Mestizo y un cuarto de litro fue derramado en su interior. Uno de los verdugos le tapaba con los dedos las fosas nasales para provocar asfixia en el condenado y obligarlo a respirar por la boca, cuando así ocurría, el embudo era introducido en la boca de la víctima y se le soltaba la nariz a momentos para jalar aire al beber.
Un suplicio aberrante para la pobre víctima que sentía morir ahogada. El Mestizo tosía cuando el agua viajaba en su interior, sufriendo un dolor espantoso.
A momentos entre embudo y embudo de nuevo era cuestionado si tenía algo que ver en la conspiración y siempre contestaba lo mismo.
Después de más de seis embudos seguidos, el Mestizo perdió el conocimiento por varios largos minutos.
Los jueces reprendieron a los torturadores por haberse excedido, pero ellos, conocedores de su macabro oficio, sabían que el hombre no moriría:
el Mestizo era un hombre extraordinariamente fuerte y sobreviviría a este suplicio, que hubiera matado a cualquier español que no tuviera la sangre fuerte de los tlatoanis que corría en las venas del Mestizo. El Mestizo fue desamarrado y llevado en camilla en condiciones deplorables a su celda.
Eran las tres de la mañana del ocho de enero de 1568. Su cuerpo aun escurría sangre de sus extremidades y era imposible ponerlo en pie por estar descoyuntado de piernas y brazos. Un guardia especial se quedó a su lado para asistirlo. El Mestizo no debía morir porque aún tenía mucho que decir.
El Mestizo jamás confesó nada. Su hazaña de haber sobrevivido al tormento del agua y los cordeles, sin haber confesado nada, lo convirtió en una leyenda viviente.
Hubo quienes dijeron que el Mestizo tenía el espíritu de algún tlatoani en su cuerpo. Su capacidad para soportar el dolor, como Cuauhtémoc, solo era posible por su sangre azteca, mezclada con la de Hernán Cortés.
Después de tan polémico tormento sin poderle arrancar la verdad, el Mestizo fue deportado a España, con prohibición de pisar la capital. A finales de enero de 1568, el Mestizo estaba todavía débil y lastimado de sus extremidades como para soportar su traslado a Veracruz, por lo que se le extendió un periodo de espera, para fortalecerse más.
Todo el mes de febrero y mediados de marzo, le fue concedido para recuperarse lo más que pudiera para soportar el largo viaje que le esperaba.
Sumido en sus cavilaciones que lo torturaban, tuvo que aceptar dejar a su familia por su seguridad en la capital y lanzarse solo hacia Europa, donde debía buscar alguna manera de recuperarse de la quiebra económica que lo agobiaba.
El Mestizo a sus cuarenta y seis años, debía hacerse de recursos de nuevo para pagar sus deudas y en un futuro corto mandar traer a su familia con él.
Autor de las novelas de Ediciones B: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido”; “Juárez ante la iglesia y el imperio” y “Kuntur, el Inca” de Lectorum.
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