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Pizarro captura a Atahualpa

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     tahualpa había enviado espías a Cajamarca antes de llegar, y sabía por palabras de ellos, que los viracochas se habían escondido, muertos de miedo en el interior de los edificios.

   Los nobles y guerreros incas, reunidos en la plaza junto a su inka, se mantenían alertas en silencio. Los enormes discos de oro que pendían de su cabeza, acaparaban la atención de los viracochas, que espiaban desde el interior de sus escondites.

Sólo se escuchaba el silbido del viento al acariciar las paredes de roca de los edificios. Uno de los orejones, que fungía como religioso, se percató de cuatro troncos de fierro sobre la azotea, que parecían inofensivos canalones para escupir agua.

Sin darle mucha importancia al hallazgo, se dirigió hacia la construcción, deteniéndose en la puerta para clavar el estandarte del inka. Pedro de Candía, parado en la puerta, respiró aliviado. Juraba que el inca entraría al edificio. Cuando este estandarte ondeaba, la gente y los congregados sabían que Viracocha hablaría a través del inka.

   Atahualpa se sentó en el asiento acojinado  de su litera. Observó a su alrededor y cansado de no ver más que a unos cuantos viracochas, gritó que salieran los demás a su encuentro.

Por una de las puertas aparecieron dos individuos. Uno vestía con una larga túnica negra con un cordón en la cintura. 

En sus manos llevaba una barra plateada, atravesada por otra más corta (un crucifijo), y en la otra, una caja de tela negra con bordes dorados (un libro de oraciones). Junto a él se encontraba el odiado Felipillo, ya conocido por la corte del inka.

   Aquel joven sacerdote era Vicente de Valverde, fraile dominico de treinta y tantos años. Venía por órdenes de Carlos V, acompañando a Francisco Pizarro desde España.

Valverde el único integrante de Picharro con estudios, pues había estudiado teología y filosofía en la Universidad de Valladolid.

Su misión no consistía en ser un conquistador más, sino en ayudar a cumplir la parte del contrato de Picharro, donde  estipulaba que todas las tierras conquistadas debían ser  convertidas al cristianismo.

   El hecho de enviar a un sacerdote y a un niño infundió más confianza en Atahualpa, que por ningún lado veía la posibilidad de un ataque sorpresa.

Fray Valverde le invitó a pasar a uno de los salones del edificio que tenían enfrente para comer y dialogar con Picharro. Atahualpa se negó rotundamente. Si algo tenían que decirle, tendría que ser donde ahora él se encontraba.

   Fray Valverde comprendió que tenía que leerle el requerimiento de conquista que leían a cada curaca que sometían, ahí mismo. Atahualpa debía saber que su mundo pertenecía a Carlos V, y que todos sus habitantes eran sus súbditos y deberían convertirse al cristianismo.

   Fray Valverde comenzó  leer el Requerimiento con la confusa traducción de Felipillo.

Los minutos se fueron, y a momentos Atahualpa miraba al cielo plomizo del atardecer, al soporífero fraile y a sus manos en desesperación de no entender nada, salvo las amenazas que tal documento profería:

   “[…por tanto el Papa Romano Pontífice, que hoy vive en la tierra, entendiendo que todas las gentes y naciones de estos reinos, dejando a un Dios verdadero, hacedor de todos ellos, adoran torpísimamente los ídolos y semejanzas del demonio, queriendo traerlas al verdadero conocimiento de Dios, concedió la conquista de estas partes a Carlos Quinto, Emperador de los Romanos, Rey poderosísimo de las Españas, y monarca de toda la tierra, para que, habiendo sujetado estas gentes y a sus Reyes y señores, y habiendo echado de entre ellos los rebeldes y pertinaces, reine él solo y rija y gobierne estas naciones, y las traiga al conocimiento de Dios y a la obediencia de la Iglesia.

Nuestro poderosísimo Rey, aunque estaba muy bien ocupado o impedido en el gobierno de sus grandes reinos y provincias, admitió la concesión del Papa, y no la rehusó por la salud de estas gentes, y envió sus capitanes y soldados a la ejecución de ella, como lo hizo para conquistar las grandes islas y las tierras de México, sus vecinas; y habiéndolas sujetado con sus armas y potencia, las han reducido a la verdadera religión de Jesucristo, porque ese mismo Dios dijo que los compeliesen a entrar.

Por lo cual el gran Emperador Carlos Quinto eligió por su lugarteniente y embajador a Don Francisco Pizarro (que está aquí), para que también estos reinos de Vuestra Alteza reciban el mismo beneficio, y para asentar confederación y alianza de perpetua amistad entre Su Majestad y Vuestra Alteza, de manera que Vuestra Alteza y todo su Reino le sea tributario, esto es, que pagando tributo al Emperador seas su súbdito y de todo punto le entregues el Reino, y renuncies la administración y gobierno de él, así como lo han hecho otros Reyes y señores.

Esto es lo primero. Lo segundo es que hecha esta paz y amistad, y habiéndote sujetado de grado o por fuerza, has de dar verdadera obediencia al Papa, Sumo Pontífice, y recibir y creer la fe de Jesucristo Nuestro Dios, y menospreciar y echar de ti totalmente la abominable superstición de los ídolos, que el mismo hecho te dirá cuán santa es nuestra ley y cuán falsa la tuya y que la inventó el diablo.

Todo lo cual, ¡oh Rey!, si me crees, debes otorgar de buena gana, porque a ti y a todos los tuyos conviene muy mucho. Y si lo negares, sábete que serás apremiado con guerra a fuego y a sangre, y todos tus ídolos serán derribados por tierra, y te constreñiremos con la espada a que, dejando tu falsa religión, que quieras que no quieras, recibas nuestra fe católica y pagues tributo a nuestro Emperador, entregándole el Reino.

Si procurares porfiarlo y resistir con ánimo obstinado, tendrás por muy cierto permitirá Dios, que como antiguamente Faraón y todo su ejército pereció en el Mar Bermejo, así tú y todos tus indios seáis destruidos por nuestras armas.”]

   Atahualpa se encontraba sumido en la confusión. La traducción había sido una tontería. Abriéndome paso entre los nobles me paré atrás de él y en quechua le grité la verdadera intención de tal Requerimiento:

   —¡Ignóralos Atahualpa! ¡Es un permiso firmado por su rey para someterte y quitarnos todo, gran inka! ¡Ordena a tu ejército que los haga pedazos!

   Atahualpa cambió su semblante de confusión por uno de enojo. Desde la puerta vi los rostros de Picharro y Hernando al reconocerme. Sabían que  ya había prevenido al inka de sus puercas intenciones.

   —¡Es el maldito indio Kuntur, Francisco! —dijo Hernando Pizarro a su hermano.

   —¡Maldito perro traidor! A él también lo atraparemos y pagará cara su traición.

   Picharro gritó a sus hombres que se prepararan para el ataque.  Fray Valverde extendió el libro sagrado para que Atahualpa lo viera y entendiera que él no inventaba nada: todo era palabra de Dios.

Atahualpa  tomó la biblia entre sus manos. Le dio la vuelta por los dos lados. Jaló sus hojas. Arrancó una y la miró de cerca. Después arrojó furioso el libro hacia el rostro estupefacto del fraile. El sacerdote, furioso en cólera gritó hacia Picharro:

«¡Salid, salid cristianos, arremeted contra estos perros enemigos que rechazan las cosas de Dios!», y levantando  su crucifijo, gritó hacia sus compañeros:

«¡Ese jefe ha echado por tierra el libro de la Ley Divina!». «¿No veis lo que ha ocurrido?  ¿Por qué ser cortés y servil ante este arrogante perro, cuando las llanuras están llenas de indios? ¡Id y atacadle, pues yo os absuelvo!».

   Atahualpa, sorprendido por los gritos del cura, volteó para dar la orden de ataque, cuando cuatro  cañonazos  de Candía tronaron al unísono, sacudiendo a todos los presentes, descuartizando a decenas de ellos con los impactos.

Por las puertas de los edificios salieron todos los hombres de Picharro con sus filosas espadas y lanzas en las manos. Por cada espadazo caían extremidades al suelo en un espantoso baño de sangre.

Un grupo de jinetes irrumpió por la parte trasera de uno de los edificios. Con lanzas y espadas comenzaron a descuartizar a los pobres incas, que ni armados estaban para repeler el intempestivo ataque. Atahualpa intentó huir pero fue apresado por el mismo Picharro y sus hombres.

Había órdenes específicas de  no lastimar al inka y atraparlo vivo. Como pude intenté huir, pero un golpe certero en mi cabeza me mató, o al menos eso creí porque no supe más de mí.

La captura de Atahualpa había sido un éxito y el ejército que aguardaba afuera se tuvo que contener en hacer algo por no poner en riesgo la vida de su monarca. La experiencia de Tenochtitlan se repetía doce años después en el Tahuantinsuyo.

La captura de un rey paralizaba a todo un ejército, a todo un imperio. Picharro había exitosamente ganado la primera batalla y quizá la guerra completa, con ese magistral golpe.

Autor de las novelas de Ediciones B: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido”;  “Juárez ante la iglesia y el imperio” y “Kuntur, el Inca” de Lectorum.

Alejandro Basáñez Loyola
Por: Alejandro Basáñez

Facebook @alejandrobasanezloyola

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