El general Rodolfo Herrero convence a la comitiva de ir a un lugar llamado Tlaxcalantongo, donde les asegura que tiene más conocidos. Ahí promete que estarán seguros para pasar la noche ante la inminente amenaza de lluvia.
Carranza accede y durante el trayecto del día es atendido personalmente por el mismo Herrero, quien se preocupa hasta por las piedritas o animalillos con los que se pudiera topar el Primer Mandatario.
—No me gusta este hombre don Venus. No sé qué tiene que me da mala espina —comentó Arturo en un momento de descanso junto a un río.
Carranza secándose el sudor con un pañuelo gris de tanta mugre, mira a Murrieta como a un hijo al que hay que dar un buen consejo.
—En estos momentos no puedo darme el lujo de escoger la gente que me llega a dar ayuda Arturo. Sé que era hombre de Peláez y que pidió aliarse a mí con la condición de que le mantuviéramos su rango de general. Decía que al lado de Peláez nunca pasaría de ayudante del protector del petróleo gringo.
—Su aparición por estas solitarias veredas se me hizo como si el mismísimo diablo lo hubiera puesto en el camino. No sé, don Venus. Discúlpeme por ser tan pesimista.
—No está de más tu observación, Arturo. Lo mantendremos vigilado.
Al atardecer del día llegan finalmente a Tlaxcalantongo, ranchería ubicada junto a la ladera de una verde montaña en lo más recóndito de la Sierra de Puebla. El sitio tendría a lo máximo cincuenta casuchas miserables de distintos tamaños y los moradores habían huido por temor a un posible ataque.
—En estos sitios es común que al acercarse un grupo de jinetes, los moradores por su propia seguridad huyan a la sierra —explicó Herrero el abandono de la tétrica ranchería—. En un par de horas sabrán que estoy aquí y bajaran a ayudarnos. Póngase cómodo señor presidente.
Carranza cojeaba un poco del pie derecho y lucía muy desmejorado por tanto andar por la sierra.
Herrero como si fuera el dueño del lugar, le mostró orgulloso a Carranza la choza que por esa noche sería como su Palacio Nacional. Era la mejor y más grande del lugar. Un jacal con paredes de madera y techo de tejamanil, el piso era de tierra suelta y con insectos por doquier. En otros jacales de segunda clase, en comparación con éste palacete de madera, quedaron hospedados los demás miembros de la comitiva errante.
El hambre torturaba a los nómadas del legítimo gobierno y en una de las chozas Herrero organizo la suculenta cena. Dos mujeres llegaron al lado de Herrero para atender a los invitados. Al parecer los moradores poco a poco se acercaban al saber que era Herrero el que dirigía a la comitiva. Afuera de la choza comedor, el agua comenzó a caer a cantaros.
—Sé ve que lo conocen muy bien por aquí, general —comentó Murrieta a Herrero, mientras devoraba las tortillas con frijoles que preparaban las indias.
—Conozco a muchas rancherías como esta, señor Murrieta. La sierra es terrible para los caminantes y todos estos caseríos son como un oasis en el desierto.
—Su ayuda ha sido muy oportuna general. Le aseguro que será debidamente recompensado por esto.
—Mi recompensa será ver de nuevo a don Venustiano Carranza en Palacio Nacional y a Obregón en San Juan de Ulúa.
Carranza sonrió satisfecho. La deliciosa cena había aplacado a la inmensa fiera que albergaba en el estómago.
Un par de horas después, como a las ocho de la noche, se presentó Rodolfo Herrero ante Carranza para pedirle permiso de salir a atender a un hermano muy enfermo que tenía en una ranchería cercana.
—En asuntos así no se pide permiso general Herrero. Salga para allá de inmediato y llévele medicamentos y vendas para que se restablezca pronto.
Los ojos de Herrero se humedecieron ante el acto tan humano del señor presidente. Después de todo, Herrero no dejaba de ser un Judas con sentimientos que en unas horas entregaría cobardemente a su presidente.
Cerca de la media noche se presentan tres elementos de la tropa del general Mariel para informarle a Carranza que el general Lindoro Hernández y el teniente coronel Valderrábano permanecían leales al gobierno y no tardarían en unírsele en el camino al norte.
Las noticias son como un bálsamo reconfortante para un Carranza agobiado, que se disponía a descansar para al día siguiente ir en busca de sus generales y continuar su triunfal éxodo hacia el norte.
Minutos después de la media noche, en medio de un constante aguacero, un indígena espía localizó la casucha de Carranza y su ubicación dentro de la misma. Carranza descansaba bocarriba utilizando una silla de montar como almohada.
En su mente recreaba escenas candentes de Silvia Villalobos y Ernestina Hernández, en sus mejores momentos íntimos con él, en sus palacetes de Veracruz y México. ¿Cómo era posible que él como presidente de la República Mexicana, estuviera acostado en ese piso de tierra cuidándose de no ser picado por los alacranes, que majestuosos se paseaban por las vigas de madera de la casucha?
A las tres de la mañana se escucharon gritos de “¡Viva Peláez! ¡Viva Obregón! ¡Muera Carranza!”, de varios individuos que cobijados por las sombras de la noche y el constante aguacero, dispararon dentro de la casucha como si los inquilinos estuvieran cubiertos por un velo de novia en vez de las paredes de tablones que la casucha tenía.
El sorprendido Varón recibió un impacto en su mano izquierda, con rapidez tomó la pistola que descansaba junto a él con la mano derecha para desde el suelo disparar a las sombras de la noche.
—¡No se pare don Venus! —gritó Arturo Murrieta, disparando desde su rincón hacia el techo y paredes de la casa.
—Me hirieron de la mano izquierda, Arturo.
—Trate de arrastrarse y vengase para acá. Ahí está muy expuesto.
Los disparos, por instrucciones del indígena que los había espiado, iban dirigidos al rincón donde Carranza trataba de moverse. Dos impactos seguidos en el pecho y uno en la pierna izquierda lo paralizaron en el intento.
Carranza se quejaba del intenso dolor en el pecho. Antes de que llegara otra bala más, él mismo se dio otro balazo en el pecho para terminar ahí su espantosa agonía.
Arturo y los demás, por la oscuridad de la noche y por estar escondidos en el otro rincón de la choza, no vieron que el valiente coahuilense había terminado con su propia vida para evitar sufrimientos innecesarios.
Los disparos cesaron junto con los gritos, hasta que minutos después, convencidos de que estaban solos de nuevo, confirmaron el asesinato del legítimo presidente de México.
Al amanecer se presentó el jefe del Estado Mayor del General Rodolfo Herrero con un grupo fuertemente armado con instrucciones precisas de recoger las pertenencias del difunto presidente de México.
Arturo Murrieta junto con los demás prisioneros y el cadáver abotagado del Varón de Cuatro Ciénegas fueron conducidos a Villa Juárez.
Álvaro Obregón, desde la comodidad de su hotel en México, leyó el telegrama que le enviaban los prisioneros de Villa Juárez:
Obregón termino de leerlo y lo comentó con Fernando Talamantes:
—Esa bola de cobardes se queja de la muerte de Carranza, cuando en esas casuchas de las que hablan, había treinta y dos militares y un civil que no hicieron absolutamente nada por defender a su presidente. El único en morir fue Carranza y ninguno de ellos salió lastimado y todavía tienen la desfachatez de reclamarme por el asesinato.
—Parece que Herrero hizo un trabajo quirúrgico, mi general.
—Sí, no hay duda de ello, Fernando. Mira que meterse a las fauces del lobo y robarle uno de sus cachorros. Es bueno el cabrón ése.
—¿Que les contestará mi general?
—Tres cosas básicamente, Fernando. La primera decirles que a pesar de que son militares todos ellos, son una bola de putos que no supieron defender a su presidente en el peor momento y se los asesinaron en sus propias narices; la segunda, que les mandaré un tren a Beristaín, Puebla para que los traiga de regreso a la capital y se le hagan los honores fúnebres que nuestro ex presidente merece y la tercera, detendremos por un tiempo a Rodolfo Herrero para apaciguar los ánimos encendidos y ya pasado este teatro los soltaremos como sin nada.
—Acaba de hacer jaque mate al gobierno carrancista, mi general.
—Gracias, Fernando. Así me gusta jugar.
La casa de Río Lerma abrió sus puertas el 24 de mayo de 1920 para recibir el féretro del ex presidente de México, don Venustiano Carranza. Su cara abotagada había crecido al doble, como si los tapones de algodón que cubrían sus fosas nasales impidieran dejar salir los gases fétidos que la habían agrandado como letal globo a esas dimensiones. El Cuerpo Diplomático se había reunido puntualmente vestido en traje de gala.
En el cuarto donde se velaba al ex presidente todo era tristeza y dolor. Silvia Villalobos se acercó a dar el pésame a las destrozadas hijas. La sorpresa había sido enorme al enterarse que su padre no tenía un sólo centavo y que ellas tendrían que pedir prestado para pagar el sepelio. Silvia consciente de la tragedia del ex presidente, les entregó un sobre con dinero para ayudarlas a salir mejor libradas de tan terrible aprieto. Las hijas, agradecidas y adoloridas al mismo tiempo, agradecieron el gesto de aprecio y apoyo de la que fue gran amiga de su padre. Al día siguiente Carranza fue enterrado en una fosa de tercera clase en el panteón de Dolores como él alguna vez en broma lo había comentado.
Alejandro Basáñez Loyola
Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio”.
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