El periodista de EL UNIVERSAL, Regino Hernández Llergo, platicaba con Pancho Villa en la hacienda de Canutillo. Hospedado como huésped de honor del Centauro del Norte, disfrutaba de unos sabrosos chilaquiles verdes con mucha crema y queso espolvoreado, preparados especialmente por Austreberta Rentería, la nueva esposa de Villa y celosa enemiga de Luz Corral, quien sobresalía como la más esposa entre las esposas del Centauro de Canutillo. Durante las entrevistas, Villa le había mostrado al interesado periodista, como lo que había sido una hacienda en ruinas, con raíces y vegetación trepando por sus paredes y columnas, ahora se respiraba progreso y utilidad. El experimento del feudo de Villa había funcionado. Su mini sistema socialista, controlado por él, dejaba frutos y mostraba a la sociedad, que si era posible hacer mucho por la gente cuando había interés y compromiso.
—Usted sabe que estoy retirado de la política, pero me da harto coraje escuchar noticias de lo que pasa en el gobierno. Calles y de la Huerta se quieren lanzar para la presidencia y pues ahí si no me queda más que decir que mi gallo es Adolfo de la Huerta, mi gran amigo Fito, persona honorable en la que confío mucho y quien pactó la paz conmigo.
El delgado periodista, elegantemente vestido de traje blanco con un sombrero con una banda negra, dejó sus chilaquiles enfriarse mientras anotaba las flamígeras declaraciones que mandarían a la tumba al Centauro del Norte.
—Yo le prometí a Obregón que me estaría quieto en su gobierno, si todo marchaba bien, y aunque no ha sido así, me he estado quietecito. Pensar en Calles para presidente es otra cosa. Fito de la Huerta ya demostró en el gobierno del interinato, que es una persona conciliadora y honesta. Gracias a él, ahora estoy en paz aquí con mi familia en Canutillo. Con él en la presidencia de nuevo, le iría muy bien a México.
—¿Y qué si no gana De la Huerta la candidatura, don Pancho? Calles es una reina en el tablero de ajedrez de Obregón, usted sabe bien que eso podría ocurrir.
—Don Regino, el hecho de que ahora me vea de agricultor, herrero, ordeñador y de todo, no implica que me pueda convertir, en quien alguna vez fui, a la hora que quiera. Saliendo de aquí bien podría lanzarme como gobernador de Durango, ¿por qué no? Le garantizo que si no me gusta el resultado de las futuras elecciones, en cuarenta minutos le puedo reunir cuarenta mil hombres para poner nervioso a quien se pase de cabrón.
Regino Hernández anotaba velozmente lo que el Centauro ventilaba, como lo envidiaría cualquier eficiente taquimecanógrafa de oficina de gobierno. Pancho Villa le acababa de decir las palabras que marcarían las páginas de la sangrienta historia de México. Doroteo Arango firmaba con esas declaraciones su sentencia de muerte, once meses después.
Los nueve sicarios reunidos en la casa alquilada en las calles de Guanajuato y Gabino Barreda, frente a la Plaza Juárez de Parral Chihuahua, llevaban varios días escondidos esperando pacientemente que pasara su víctima. Eran como cazadores, que escondidos entre la maleza con un abrigo, agua y comida suficiente, esperaban a que emergiera majestuosa la figura de un venado para con su mira telescópica ponerle una bala en la cabeza.
El primer intento de balacear a Villa se perdió el 8 de julio de 1923, al coincidir que varios niños salían de la escuela y caminaban por ahí. Villa salió de Parral y se dirigió a Canutillo sin saber de la que se había salvado. Pasaron doce días más, y el 20 de julio, Villa tuvo que regresar a Parral. De nuevo tendría que pasar por el mismo fatídico sitio, donde sus victimarios lo esperaban ventajosamente jugando domino y cartas.
Un tal Juan López, quién recargado en un árbol vio a lo lejos aproximarse el llamativo Dodge de Pancho Villa, sacó un pañuelo rojo para secarse el sudor del cuello y la frente. Esa era la señal esperada y el grupo de tiradores se preparó para abrir fuego desde las ventanas de la casa.
El elegante Dodge era manejado por el mismo Villa, que demostraba que no sólo sabía montar diestramente bestias de carne sino también de fierro. A su derecha lo acompañaba el coronel Miguel Trillo y en los asientos traseros iban los coroneles Ramón Contreras, Medrano, el dorado Claro Hurtado y el chofer, quien se regocijaba de que el patrón hiciera su trabajo, mientras él miraba a las mujeres caminar por las calles.
El auto llegó a la curva frente a la casa. Villa frenó casi en alto total al pasar lentamente sobre un enorme bache. Sonaron los disparos, poniendo en alerta a Villa y Trillo, que viendo el fuego emerger de la casa intentaron sacar sus pistolas para morir acribillados por más de 150 descargas. El auto sin control rodó lentamente por unos metros más, hasta pararse solo en la banqueta. El sicario Jesús Salas Barraza salió caminando de la casa y con una admirable sangre fría se acercó sonriente al cuerpo de Villa para rematarlo con un tiro en la cabeza. Pancho Villa sumido en los estertores de la muerte lo miró diciendo “ojalá hubiera hecho algo bueno en mi vida”, fue lo último en decir, para después sentir el impacto en su cabeza.
Miguel Trillo quedó colgado con la cintura en la portezuela, con el vientre al aire y los brazos en arco hacia la calle. Francisco Villa, aun con la pistola en la mano, cayó abatido sobre su asiento de conductor. En los asientos traseros sólo sobrevivieron Ramón Contreras y Rafael Medrano, quien murió ocho días después víctima de las heridas. En cuestión de minutos los curiosos rodearon la carcacha, asombrados de ver el cadáver de la leyenda de Parral sangrar profusamente por decenas de hoyuelos como un toro en el ruedo después de la estocada final. Todos querían inmortalizarse con una foto para la posteridad con la carcacha de los mil hoyuelos en la carrocería.
“México Cristero” de Ediciones B
Alejandro Basáñez Loyola
Autor de las novelas de Ediciones B, Penguin Random House: “México en Llamas”; “México Desgarrado”; “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” y “Juárez ante la iglesia y el imperio” de Editorial Lectorum.
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